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miércoles, 16 de abril de 2025

El deseo de desaparecer sin causar dolor



No es que quiera morirme. No así, no de esa forma. No quiero que nadie sufra por mí, no quiero causar lágrimas ni despedidas. No se trata de eso. Es más bien un deseo silencioso, casi infantil, de poder desaparecer sin dejar rastro. De dejar de ser sin herir a nadie. Como si nunca hubiera estado. Como si pudiera simplemente disolverme en el aire. 

 Hay días en los que estar viva duele. No por lo que sucede fuera, sino por todo lo que pasa dentro. El esfuerzo que supone existir, responder, sostener una apariencia, contener el miedo. Hay momentos en los que hasta respirar parece una tarea imposible. No porque falte aire, sino porque pesa demasiado ser. 

 Y en esos momentos, aparece ese pensamiento sutil: ojalá pudiera no estar. No para vengarme del mundo, ni para castigarme. Solo para descansar. Para dejar de pensar, de temer, de fingir. No me gustaría morir, pero sí me gustaría no tener que seguir. Aunque solo fuera por un rato. Un descanso verdadero. Una pausa sin culpa. 

 Lo difícil es hablar de esto sin que se malinterprete. Porque hay una línea muy fina entre desaparecer y querer morirse, y quienes no han sentido esto no entienden la diferencia. Pero yo la siento con claridad. No es una pulsión destructiva. Es una necesidad de alivio. Un deseo de pausa. Como si todo fuese demasiado y yo fuese demasiado poco para sostenerlo. 

 Y a veces me siento culpable por tener estos pensamientos. Porque sé que hay personas que me quieren, que me cuidan. Y entonces me digo: ¿cómo vas a pensar algo así?. Pero no se elige pensar estas cosas. Solo llegan. Y cuando llegan, asustan. Pero también alivian, porque al menos nombrarlas es como abrir una ventana en una habitación cerrada. 

 No sé si esto se pasará algún día. No sé si alguna vez dejaré de sentir que la vida me sobrepasa. Pero mientras tanto, intento recordarme que a veces basta con resistir un poco más. Con decirlo. Con escribirlo. Con quedarme, aunque no entienda muy bien porque 

 Porque quizá solo quizá mañana duela un poco menos y esa posibilidad aunque pequeña, a veces es suficiente para quedarme

martes, 15 de abril de 2025

Reflexión: intermedio de metáforas y del corazón que insiste, aún sabiendo que no basta



Hay días en los que siento que me he pasado la vida justificándome. Intentando explicar lo que me pasa, lo que siento, por qué actúo como actúo. Y aun así, muchas veces no basta. Porque no se ve. Porque no se entiende. Porque no encaja en lo que se espera. 

 Pero últimamente hay algo que me pesa más que todo eso: el cansancio de tener que explicarlo todo una vez más. 

 No quiero tener que detallar por qué no fui, por qué me cuesta hablar, por qué me aparto. No quiero convertir cada gesto en una lección sobre fobia social, ni cada silencio en un acto de defensa personal. No quiero tener que poner palabras a lo que muchas veces me cuesta entender. 

 A veces solo quiero que alguien me mire y diga: “Lo veo. Debe de ser difícil. Estoy aquí.” Y ya está. Sin análisis. Sin consejos. Sin intentar arreglar nada. Solo estar.

 Porque detrás de cada decisión que parece extraña, hay un proceso interno agotador. Detrás de cada “no puedo”, hay un millón de intentos mentales. Detrás de cada silencio, hay ruido. Mucho ruido. 

 Y sin embargo, aquí estoy. Escribiendo esto. Otra vez. Intentando encontrar una forma más. Una manera nueva. Usando metáforas, imágenes, comparaciones, con la esperanza de que esta vez sí cale. De que esta vez alguien, al menos uno, lo entienda un poco mejor. 

 Aunque sé que hay quien nunca entenderá, yo insisto. Como quien golpea suavemente un muro de cristal esperando que un día se agriete. Como quien lanza un mensaje en una botella sabiendo que quizá se pierda, pero también que quizá llegue. 

 Porque yo no he dejado de intentarlo. Porque hay un deseo que me sostiene: el de ser comprendida. No por todo el mundo. No siempre. Pero por alguien. En algún momento. 

 Y no hay alivio más grande que sentir que alguien, aunque sea una sola persona, te ve de verdad… y no te exige nada.

domingo, 13 de abril de 2025

Cuando el cuerpo de los demás habla en otro idioma y lo que mi propio cuerpo dice por mí.


Introducción personal 


A veces siento que no necesito que nadie me diga nada para empezar a sentirme en peligro. Basta un gesto, una mirada esquiva o un cambio de postura para que algo dentro de mí se active. Es como si mi cuerpo llevara un traductor defectuoso que transforma lo neutro en amenaza y lo ambiguo en rechazo. 

 Metáfora 

 Vivir con fobia social es como intentar entender un idioma corporal lleno de matices que los demás parecen dominar sin esfuerzo, pero que yo descifro a través del miedo. Cada gesto se convierte en una señal de alarma que interpretó con obsesiva precisión, aunque no tenga ningún significado real. Y lo más desgastante es que, mientras intento traducir lo que los demás expresan, también tengo que lidiar con lo que mi propio cuerpo dice por mí. No porque yo quiera, sino porque se adelanta a cualquier palabra. 

 Reflejo inquieto 
 

He aprendido a notar cómo mi cuerpo se encoge, se tensa o se vuelve torpe cuando hay gente cerca. Es como un reflejo que no controlo, un espejo que exagera lo que siento por dentro y lo muestra sin filtros. Intento parecer natural, pero cada gesto parece gritar mi incomodidad. Lo peor no es solo sentirlo, sino saber que probablemente los demás también lo notan. Y entonces me esfuerzo más por controlarlo, y cuanto más lo intento, más extraña y rígida me vuelvo. Como si luchar contra el reflejo solo lo hiciera más evidente.

 Reflexión final

Vivir así es como habitar dos cuerpos al mismo tiempo: uno que interpreta compulsivamente a los demás y otro que actúa por su cuenta, mostrando lo que querría esconder. Por fuera, puede parecer que exagero, que estoy leyendo demasiado entre líneas o que me muevo de forma rara sin motivo. Pero por dentro hay una lucha constante por entender y por ocultar, como si tuviera que traducir cada gesto ajeno y al mismo tiempo corregir cada movimiento mío. En este idioma sin reglas claras, donde todo parece tener un doble sentido, no es fácil sentirse a salvo. Porque incluso cuando no pasa nada, mi cuerpo ya ha decidido que algo está mal. Y aunque sé que no siempre es cierto lo que interpreto, el cansancio de estar alerta todo el tiempo no se disipa fácilmente. ¿

viernes, 11 de abril de 2025

Metáfira La roca que persiste en el río



Introducción personal:

Hace un tiempo, en una conversación con alguien cercano, volví a escuchar eso que siempre me dicen: "deberías cambiar", "tienes que superar esto", "tienes que dejar de ser tan así". La presión externa vuelve a aparecer, como siempre, con la misma insistencia, como un río que fluye sin cesar, queriendo desgastar todo lo que encuentra a su paso. En ese momento, algo se encendió dentro de mí y respondí con fuerza:

 YO SOY YO,
NO PUEDO SER TÚ        
             
 Y esa es la verdad, aunque a veces me cueste explicarlo, aunque me dé miedo admitirlo. Las voces que me dicen que debería ser diferente no entienden que cambiarme para encajar en lo que ellos esperan de mí significaría perder lo que soy. Cuando alguien intenta hacerme sentir incómoda con mi forma de ser, con mis miedos y mis limitaciones, siento que se me está pidiendo renunciar a mi identidad.

 La metáfora explicada:

 ¿Y qué pasaría si aceptara esa presión? Si me dejara llevar por el río y cediera a la corriente que insiste en que me transforme. ¿Sería yo misma? No lo creo. Sería otra persona, quizás más “aceptable”, más adaptada a los demás, pero no la misma que se ve reflejada en el agua, esa que sabe quién es, con sus imperfecciones y defectos. Porque, aunque la corriente insista, la roca sigue allí, firme, resistiendo, porque es su esencia, su ser, lo que la mantiene.

 Reflexión final: 


(Soy yo la roca y las personas difusas las que me quieren hacer cambiar )


Y entonces me pregunto: ¿por qué tengo que cambiar para que otros me acepten? ¿Por qué me piden que deje de ser quien soy solo para encajar en un molde que no es el mío? Es cierto que tengo manías, defectos, limitaciones, pero esos son los míos. Son lo que soy. Y aunque me gustaría a veces ser más valiente, o no tener miedo, o no sentirme fuera de lugar, no puedo dejar de ser yo. No quiero dejar de ser yo. Es como una roca que persiste en el río. El agua intenta desgastarla, moldearla, cambiar su forma. Pero, al final, la roca permanece, porque esa es su naturaleza. Y, aunque a veces las aguas del río me hagan dudar, sé que lo que más valoro es no perder mi identidad, por mucho que el mundo me empuje a hacerlo. No se trata de ser perfecta, se trata de ser fiel a quien soy. El problema, muchas veces, no es que yo no me acepte, sino que otros no me aceptan tal como soy. Y me he dado cuenta de que no siempre hay que seguir la corriente solo porque se espera que lo hagamos. Puedo ser yo misma, con mis inseguridades, mis miedos y mis formas de hacer las cosas, y aún así ser valiosa, porque mi esencia es lo que me define, no lo que los demás piensen de mí. Quizás la terapia, el apoyo o el consejo de otros me dirán que debo cambiar, pero yo sé que no necesito dejar de ser la roca que soy. Solo quiero aprender a resistir mejor, a fluir junto al río sin perder mi forma, sin convertirme en lo que no soy. Porque, al final, ¿quién decide qué debo mejorar? ¿Quién elige cómo debo ser? La fobia social, esa sensación de no encajar, no es solo miedo a la valoración negativa. Es miedo a no ser

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jueves, 10 de abril de 2025

Cuando sentir demasiado se convierte en peligro


 Cuando sentir demasiado se convierte en peligro 


La fobia social no se limita al miedo a hablar o a salir. Va mucho más allá. Tiene que ver con cómo sentimos, cómo nos afecta el entorno y cómo nos posicionamos frente a los demás. Algunas características que a menudo nos definen —como la vulnerabilidad, la sensibilidad, la empatía o la inseguridad— no son, en sí mismas, debilidades. Son formas de estar en el mundo que nos hacen más conscientes, más conectados con lo que ocurre, más atentos.

 La vulnerabilidad nos lleva a mostrarnos tal como somos, sin capas de defensa. La sensibilidad hace que percibamos con mayor intensidad lo que ocurre a nuestro alrededor. La empatía nos permite ponernos con facilidad en el lugar de otros, a veces incluso antes que en el nuestro. Y la inseguridad nos hace dudar, pensar mucho antes de actuar, medir cada paso como si no hubiera margen de error.

 En este caldo de cultivo, es fácil que surjan situaciones de acoso, bullying o mobbing. No porque seamos más débiles, sino porque nos cuesta más protegernos, responder o pedir ayuda. Nuestra forma de estar en el mundo —con más emoción, más intuición, más cautela— puede ser malinterpretada como debilidad. Y en entornos insanos, eso nos convierte en objetivo. 

 Por eso he querido representar estas vivencias a través de estas cuatro metáforas que he ido enviando. No para explicarlo todo, sino para que quien lo ha vivido se reconozca, y quien no lo entienda, al menos se asome un poco a esta realidad. 

 Piel sin escudo: la sensibilidad extrema ante el entorno, que convierte lo cotidiano en algo hiriente. Esta sensibilidad también nos hace proclives al acoso, pues el dolor que sentimos ante las críticas o comentarios puede ser tan intenso que no sabemos cómo responder o poner un límite claro. Esta percepción de vulnerabilidad nos hace fáciles de atacar para quienes buscan manipular o herir. 

  Esponja emocional:
 la empatía sin filtros, que absorbe lo de fuera hasta desdibujar lo de dentro. Esta falta de límites emocionales también nos hace proclives al acoso, ya que nos entregamos por completo a las emociones de los demás, sin dejar espacio para cuidar nuestras propias emociones. Nos volvemos especialmente sensibles a las manipulaciones o a los ataques emocionales de aquellos que no tienen en cuenta nuestros límites.

 Castillo amurallado: el aislamiento como refugio cuando ya no sabemos cómo protegernos sin escondernos. Aunque este aislamiento puede parecer una forma de protección, también puede dejarnos proclives al acoso, ya que al alejarnos de los demás, no aprendemos a defendernos ni a interactuar de manera saludable. Esta retirada constante puede ser vista como una invitación a que otros aprovechen nuestra falta de interacción para agredirnos emocional o socialmente. 

 Puente de cuerdas: la inseguridad que nos mantiene suspendidos, temiendo el próximo paso, sin la certeza de que el suelo debajo de nosotras sea firme. Esta inseguridad también nos hace proclives al acoso, pues al sentirnos constantemente inestables y sin la confianza de defendernos o poner límites, nos volvemos más vulnerables a personas que buscan aprovecharse de esa debilidad percibida. 

 Cada metáfora refleja una parte de lo que vivimos cuando sentir demasiado se convierte en un peligro. Y cómo, aunque parezcan formas de ser, muchas veces son simplemente formas de sobrevivir. 

 No somos débiles por sentir. Lo peligroso no es sentir, sino vivir en un entorno que no sabe acompañar esos sentimientos. Porque estas cualidades, en un espacio que las comprenda, también pueden ser fortaleza. 

La metáfora: vivir como esponja . Empatía


La metáfora: vivir como esponja. Empatía

Sentir por los demás A veces me pregunto si lo que siento es mío… o si lo he absorbido de alguien sin querer. Entro en una sala, y si hay alguien triste, tenso o molesto, es como si su emoción me alcanzara antes que sus palabras. No necesito que me lo digan. Lo siento. Y no puedo evitar cargar con ello. 

 No sé cuándo empezó a pasarme. Solo sé que me afecta. Si noto que alguien está mal, empiezo a sentirme culpable, incluso aunque no tenga nada que ver conmigo. Es como si tuviera un deber invisible: entender, aliviar, no molestar. Y ese peso no se va. Porque no es solo empatía… es sobreimplicación. 

 Y con la fobia social, esto se multiplica. Porque no es solo sentir lo que el otro siente. Es sentir demasiado y tener miedo de provocarlo. Miedo de ser la causa de un malestar ajeno. Miedo de decepcionar. Miedo de no estar a la altura de la emoción que el otro necesita.

 La metáfora: vivir como esponja 

Imagina que tu piel no solo te protege, sino que absorbe todo lo que toca. No solo notas el calor del otro, también su frío. No solo ves sus lágrimas, las sientes. Y no puedes escurrirte, no puedes soltar lo que has absorbido. Eres una esponja emocional. Y acabas empapado de sentimientos que no eran tuyos, pero que ya te habitan. 

 Eso es lo que ocurre cuando sentimos por los demás. Nos invade una responsabilidad que nadie nos ha pedido. Y, sin darnos cuenta, dejamos de escucharnos a nosotras mismas. Porque lo de fuera suena más alto. Porque lo ajeno duele más que lo propio. 

 Reflexión final

Sentir por los demás puede parecer noble. Y a veces lo es. Pero cuando va más allá del cuidado y se convierte en autoabandono, deja de ser generosidad y empieza a ser herida. Porque mientras sostenemos el mundo emocional de los otros, el nuestro se va quedando sin espacio.

 Quizás el reto sea distinguir entre acompañar y cargar. Entre comprender y absorber. Y darnos permiso para sentir… solo lo que nos corresponde. No menos. No más. 

 Aunque a veces, en esta forma de estar en el mundo, eso parezca casi imposible.

Ver en blog Empatia y lenguaje corporal 

martes, 8 de abril de 2025

Metáfora: Puente de Cuerdas: Inseguridad"


Introducción 

 La inseguridad no es solo un rasgo. En la fobia social se convierte en algo más profundo, más estructural, como si te condicionara desde dentro. A veces no parece gran cosa desde fuera, pero lo cierto es que puede llegar a marcar cada decisión, cada palabra, cada silencio. No sabes si estás molestando, si estás haciendo el ridículo, si tienes derecho a negarte, a ponerte firme, a incomodarte.

 He vivido situaciones en las que alguien insistía más de la cuenta. Por ejemplo, un chico que no paró hasta darme su número de teléfono. No me apetecía, pero al final lo acepté solo para que me dejara tranquila. O aquella vez en un autobús, en la que alguien empezó hablando de forma normal, pero poco a poco el tono cambió y se volvió incómodo, incluso insinuante. Me sentí atrapada. No supe cómo cortarlo sin quedar mal, sin parecer borde, sin hacer algo que luego me pesara más. 

 Y lo peor vino después, en silencio, cuando me preguntaba si había sido culpa mía por no frenar la conversación a tiempo. Me decía: “Has dado pie a que hablara, y ahora ¿qué vas a hacer?” Era mi propia mente la que me juzgaba, como si yo misma hubiera provocado una situación que en realidad no había buscado. 

 Caminar sobre un puente de cuerdas 
 
La inseguridad en la fobia social es como caminar sobre un puente de cuerdas. Uno de esos que cuelgan entre dos puntos, balanceándose al menor movimiento. Sientes que cualquier paso en falso puede hacerte caer. No sabes si avanzar, si retroceder o si quedarte quieta esperando que nada se rompa. 

 Y lo más duro es cuando alguien se te acerca en ese puente. No sabes si puedes pedirle que mantenga la distancia. Temes que si lo haces, te juzgue, te rechace o incluso te empuje, aunque sea sin querer. Entonces dejas que se acerque más de lo que querrías, aunque cada paso suyo hace que el puente tiemble aún más bajo tus pies. 

 La inseguridad no solo te impide poner límites. Te hace cuestionar si siquiera tienes derecho a hacerlo. Y cuando alguien cruza esa línea, es como si el temblor del puente se multiplicara dentro de ti. No por lo que el otro hace, sino por lo que tú no te atreves a hacer. 

 Reflexión final

 Durante mucho tiempo pensé que lo mío era una forma de torpeza social, como si me faltara algo que los demás sí tenían. Pero no era torpeza. Era miedo. Era inseguridad. Y sobre todo, era la sensación de que no tenía derecho a incomodar a nadie, ni siquiera cuando alguien me incomodaba a mí. 

 Hoy lo entiendo un poco mejor. Entiendo que esas reacciones no son fallos personales, sino consecuencias de una herida. Y que si me paralizo, no es porque sea débil, sino porque durante años aprendí a sobrevivir sin molestar, sin alzar la voz, sin interrumpir. 

 No siempre sabré cómo reaccionar. A veces seguiré dudando de si tengo razón o no. Pero poco a poco, quiero aprender a ponerme de mi parte. A no juzgarme por haberme callado. A no pensar que fui yo la que hizo algo mal por no saber qué hacer. 

 Porque la inseguridad no soy yo. Es solo el puente inestable por el que a veces tengo que caminar.

domingo, 6 de abril de 2025

Metáfora herida abierta

 Silencios que escuecen


Hay silencios que no son paz, ni tregua, ni descanso. Son silencio porque no hay respuesta, porque no hay palabras, porque no hubo gesto. Y esos silencios… escuecen. Porque no son neutros, al menos para mí. Son como puertas cerradas sin explicación. 

 Cuando alguien no responde a un mensaje, no comenta una entrada que me he atrevido a compartir, especialmente si es alguien conocido que conoce la situsción , o si no contestase nadie y es muy sensible el tema y he dejado el alma  . 

 O cuando no contestan una mirada ; no devuelven una sonrisa… yo no escucho “nada”. Escucho rechazo. Escucho desaprobación. Escucho que molesté, que estuve de más, que hice mal, que no me aprecian. 

 Y lo peor es que, muchas veces, no ha pasado nada. Pero mi cabeza ya ha llenado ese vacío con sus peores guiones. Porque los silencios se convierten en espejos donde proyecto mis inseguridades. Y como no hay palabras que me corrijan, me quedo creyendo lo peor. 

 A veces desearía que la gente supiera lo que puede doler no decir nada. Que una frase breve, una reacción, un simple “te leo”, puede ser el hilo que nos sostiene en medio de la tormenta. Pero no todo el mundo vive así. No todo el mundo lo necesita. Ni lo entiende. 

 La metáfora: el silencio como herida abierta

Imagínate tener una herida en la piel. Pequeña, casi invisible. Y que cada vez que alguien pasa cerca, en lugar de curarla con una palabra o un gesto, deja que el aire la roce. No la ve, no la atiende, no la evita… simplemente no hace nada. Y ese “nada” arde. Porque tú estás abierta, y ese roce invisible lo sientes como si fuera un arañazo. 

 Así se sienten algunos silencios cuando vives con fobia social. No hacen ruido, pero duelen. No dicen nada, pero lo dicen todo. Y no puedes evitar interpretarlos como señales de desaprobación, aunque sepas que probablemente no lo sean. 

 Reflexión final

Los silencios no siempre son desprecio. Lo sé. Pero cuando tienes la sensibilidad a flor de piel, cualquier vacío se llena con miedo. Y a veces no pedimos palabras bonitas, solo presencia. Solo ese gesto que nos diga: “Estoy aquí. Te veo. Te escucho.” 

 Quizás el reto no es solo que el mundo aprenda a hablarnos, sino que nosotras aprendamos a no hacernos daño con cada ausencia. A reconocer que un silencio no tiene por qué ser castigo. Que también puede ser distracción, cansancio, timidez, incluso torpeza. Pero no necesariamente un rechazo. 

 Aun así, hay silencios que escuecen. Y eso también está bien decirlo.

sábado, 5 de abril de 2025

Meþafora La piel sin escudo



Introducción personal

A veces siento que voy por el mundo como si no tuviera piel. Como si algo tan cotidiano como una conversación ligera o una mirada fugaz pudiera atravesarme por completo. No es que los demás me hagan daño a propósito; es que yo lo siento todo… demasiado.

 Y es que hay algo en mí, una especie de sensibilidad emocional que no se apaga nunca. Es como vivir con un radar encendido todo el tiempo, captando lo que otros quizás ni perciben: un gesto tenso, una pausa incómoda, un tono apenas distinto. Lo noto todo. Y eso me descoloca. Porque cuando alguien desvía la mirada, frunce un poco el ceño o su voz cambia sutilmente, yo ya estoy interpretando que he hecho algo mal. Aunque no haya pasado nada. 

 Esta sensibilidad no es solo notar lo de fuera. También me hace sentir más profundamente por dentro. Si alguien está triste o molesto, lo siento casi como si fuera mi propio estado. Es una empatía que me desborda. Y vivir así es agotador. Porque lo que para otra persona puede pasar desapercibido, a mí me atraviesa. Me deja pensando, dándole vueltas, sintiéndolo durante horas o días. 

 La sensibilidad emocional no es una debilidad, pero en convivencia con la fobia social se convierte en una lucha constante. Porque no es solo sentir mucho, es sentir mucho y tener miedo de no estar a la altura, de ser juzgada, de decepcionar. Entonces todo se amplifica. Una mirada neutra se convierte en amenaza, un comentario ambiguo en crítica, un silencio en desaprobación. 

 La metáfora: la piel sin escudo


 Imagínate que vas por la vida sin epidermis, sin esa capa que te protege del sol, del viento o de los roces. Cada pequeño estímulo es una herida. Una palabra mal dicha, una ceja levantada, un silencio inesperado... todo escuece, arde, deja marca. No porque seas débil, sino porque estás en carne viva. 

 Así se siente la sensibilidad emocional en la fobia social: como tener una piel emocional sin escudo. Percibes los matices de cada conversación, captas las microexpresiones, el tono sutil, los cambios imperceptibles en la energía de una sala. Pero esa capacidad no te fortalece : te agobia. Porque no solo lo ves, lo absorbes. Y si lo que captas es juicio, incomodidad o rechazo —real o imaginado—, el dolor es inmediato y profundo. 

 Reflexión final

La piel sin escudo no es solo una fragilidad: también es una forma intensa de estar en el mundo. Ver más allá de lo evidente, conectar con lo emocional, sentir profundamente… puede ser un don en muchas circunstancias. Pero cuando esa sensibilidad se cruza con el miedo al juicio, se vuelve una carga pesada.

 Ojalá nos enseñaran a cuidar esa piel invisible, a poner límites sin endurecernos, a protegernos sin desconectarnos. Porque sí, somos vulnerables. Pero también profundamente humanos.



Pongo esta entrada donde estudio mi especial sensibilidad y la posible relación con la fobia social Persona altamente sensible y fobia social 


viernes, 4 de abril de 2025

Metaforas : Castillo amurallado y el regalo envuelto en sombras

 Introducción personal 

Confío con dificultad. No solo cuando hay conflictos, también cuando todo parece amable, incluso cuando alguien se comporta con cariño. A veces, esa amabilidad me desconcierta más que la frialdad. ¿Es sincera o solo una obligación social? ¿Hay algo detrás que no estoy viendo? La desconfianza no aparece solo en situaciones tensas, sino incluso en los momentos que deberían ser reconfortantes. Y cuanto más crece, más alta se hace la muralla que me separa del resto. 

 La muralla 

Vivir con fobia social es como habitar un castillo rodeado de defensas invisibles. La muralla es alta, el foso profundo, y el puente levadizo casi nunca baja. Desde las torres, observo a los demás con cautela. No porque no me importen, sino porque una parte de mí siempre espera que algo vaya mal.

 Es una defensa contra lo incierto: las interpretaciones ambiguas, los silencios, las miradas que no sé leer, las palabras que me suenan falsas aunque no lo sean. Cuando alguien se acerca, cuando intenta entrar en mi mundo, no puedo evitar preguntarme qué intenciones tiene. ¿Me dicen esto porque realmente lo sienten o porque hay que decirlo? ¿De verdad quieren compartir algo conmigo o lo hacen para no quedar mal? 

 El regalo envuelto en sombras 


 Y ahí es donde la amabilidad, ese gesto que debería aliviar, se vuelve especialmente complicada. No porque no me guste, sino porque la recibo con un filtro que la distorsiona. Como si llegara envuelta en sombras. En lugar de aceptarla como algo bonito, la analizo, la cuestiono, la desconfío.

 Una sonrisa me hace dudar. Una invitación me hace sospechar. Un cumplido me incomoda. A veces reacciono con torpeza o con una necesidad urgente de devolver el gesto, como si no pudiera simplemente aceptar sin sentir que estoy en deuda. Otras veces me alejo, incluso sin querer, porque el simple hecho de recibir algo bueno me resulta demasiado difícil de sostener. 

 Reflexión final 

Sé que no es justo para quienes se acercan con buena intención. Y tampoco lo es para mí, que me pierdo la posibilidad de sentirme querida sin sospechas. Pero la desconfianza no es algo que haya elegido. Es algo que se ha ido formando con los años, una forma de protegerme de decepciones que a veces ni siquiera han llegado. 

 No sé si algún día podré confiar . Pero quizá no se trata de derribar la muralla de golpe, sino de reconocer que está ahí, de entender por qué la levanté. Tal vez abrir una rendija sea suficiente por ahora, para que entre algo de luz y pueda, poco a poco, distinguir lo que viene con sombra de lo que viene con verdad

 Última reflexión

 La realidad es que no siempre era una exageración mía. A veces, de verdad, sí que había algo en el ambiente, en los gestos, en las palabras. Algo que no cuadraba. Que hacía bien en desconfiar.

 El castillo que me construí no fue solo una respuesta a mis miedos, también fue un intento de protegerme de lo que sí estaba ahí. Porque cuando una es tan vulnerable, cuando se mueve desde el miedo, cuando se muestra insegura y se esfuerza demasiado en agradar, es muy fácil que otros lo vean… y lo usen. Nuestra forma de ser —por necesidad, por dolor, por heridas— a veces nos deja expuestos. Y eso duele aún más. No es solo la soledad, no es solo la distancia: es que a veces el daño viene de fuera, pero entra porque ya estábamos demasiado abiertos por dentro.

 Por eso el castillo no es solo una metáfora triste. A veces ha sido necesario. A veces fue lo único que evitó que doliera aún más.

miércoles, 2 de abril de 2025

Metáfora: El Manual de la Normalidad

 

Introducción personal

Desde que tengo memoria, siempre he tenido la sensación de que los demás poseían un conocimiento del mundo que a mí me faltaba. Como si todos hubieran recibido instrucciones detalladas sobre cómo actuar en sociedad y yo, por alguna razón, no hubiera tenido acceso a ese manual. A veces lo intentaba, observaba, imitaba… pero algo siempre fallaba. 

 Por mucho que me esforzara en encajar, había cosas que simplemente no me salían de manera natural. No entendía del todo ciertas normas no escritas, sentía que mi forma de reaccionar no coincidía con la de los demás y cada interacción me generaba dudas y ansiedad. Con el tiempo, empecé a preguntarme si mi dificultad para encajar significaba que yo no era normal. 

 Desarrollo de la metáfora

Imagina que al nacer, cada persona recibe un libro llamado Manual de la Normalidad. Es un libro especial, porque no necesita ser leído: su contenido se absorbe de manera natural, como si fuera parte del instinto.

 En sus páginas están todas las reglas invisibles que hacen que las interacciones sociales fluyan sin esfuerzo. Explica cosas como cuándo hablar y cuándo callar, cómo mantener una conversación sin que se vuelva incómoda, cuánto espacio dejar entre tú y otra persona, qué tono de voz usar en cada situación.

 Para la mayoría de la gente, este manual es tan familiar que ni siquiera piensan en él. No necesitan consultarlo; simplemente saben qué hacer. Pero algunas personas no reciben su copia. 

 Sin ese manual, todo se vuelve confuso. Es como tratar de participar en un juego sin conocer las reglas, o intentar hablar en un idioma que apenas entiendes. Cada conversación es un desafío, cada interacción requiere un esfuerzo constante. Mientras los demás se comunican con fluidez, tú vas con retraso, analizando cada palabra, preguntándote si lo que dices suena bien o si acabas de cometer un error sin darte cuenta.

 No es solo que falten las instrucciones sobre qué hacer, sino que el manual también incluye normas sobre cómo sentir. Explica, por ejemplo, que es normal disfrutar de los encuentros sociales, sentirse relajado en grupo o tener ganas de salir. Pero si tú no sientes lo mismo, si en lugar de placer sientes ansiedad, si cada salida es agotadora en lugar de estimulante, empiezas a pensar que algo en ti no funciona como debería. 

 Los demás parecen tener una facilidad natural para responder con rapidez, para seguir el ritmo de las conversaciones sin dudar. Pero tú necesitas más tiempo para procesar lo que escuchas, para encontrar las palabras adecuadas, para evitar silencios incómodos. Y cuando finalmente tienes algo que decir, el momento ya ha pasado y el tema ha cambiado. 

 Así, con el tiempo, empiezas a asumir que nunca tuviste acceso al Manual de la Normalidad. O peor aún, que sí lo tuviste, pero por algún motivo no fuiste capaz de entenderlo. 

 Reflexión final

Durante años, creí que mi falta de naturalidad en lo social significaba que estaba defectuosa, que era anormal. Pero con el tiempo entendí que la normalidad es solo un conjunto de expectativas sociales que no todos tienen por qué cumplir de la misma manera.

 Quizá nunca tuve ese manual, o quizá el que me dieron estaba escrito en un idioma diferente. Pero eso no significa que mi forma de ser sea menos válida. La vida no debería reducirse a seguir un libro de reglas invisibles, sino a encontrar nuestra propia manera de existir en el mundo.

martes, 1 de abril de 2025

El barco a la deriva: El miedo al futuro



Introducción personal

 Siempre he sentido que mi vida es como un barco navegando en el océano. Pero no soy la capitan, ni siquiera  tripulación. Solo estoy ahí, en la cubierta, dejándome llevar por quienes saben cómo manejar el timón. 

Metáfora 

 Mi familia, las personas que me apoyan, han sido siempre quienes han mantenido el barco en marcha. Son quienes han trazado la ruta, izado las velas y sorteado las tormentas. Han hecho por mí lo que para otros es cotidiano: desde gestionar trámites hasta realizar una simple llamada de teléfono. Yo solo he estado en cubierta, dejando que el barco avance sin aprender a gobernarlo.

 Pero el miedo aparece cuando pienso en lo que pasará cuando ya no estén. No sé leer las estrellas, no sé cómo sujetar el timón ni qué hacer si el viento cambia de dirección. Sin ellos, mi barco se convierte en una simple tabla flotando a la deriva, perdida en la inmensidad. 

Reflexión 

 Algunas personas hablan de tomar el control de su destino, de aprender a navegar solas. Pero, para mí, ese horizonte solo muestra incertidumbre. No hay soberanía, solo la certeza de que el mar es demasiado grande y yo, demasiado pequeña. 

 Tal vez el destino sea naufragar. O tal vez solo me quede esperar, con la esperanza de que, en la inmensidad del océano, alguien más me encuentre antes de que me hunda del todo.

lunes, 31 de marzo de 2025

En un rincón de mi misma: Despersonalización


 [Imagen: Mazinger Z era un robot dirigido por una persona en una cabina en la cabeza . La despersonalización la siento como este robot pero que en esta ocasión actúa solo , sin que le dirijan , mientras yo observo todo desde la cabina de control tranquilamente.

Introducción personal:

 Esta vivencia se llama despersonalización,, es como si mi cuerpo estuviera funcionando de manera autónoma, casi como un robot, mientras mi conciencia parece estar en otro lugar.  Siento que mi "yo" más profundo, mi conciencia plena, se ha apartado y se encuentra distante, en algún rincón escondido de mi mente. Aunque mis acciones parecen normales, como si mi cuerpo estuviera cumpliendo con sus rutinas, es como si no estuviera  completamente presente. 

 Este fenómeno no me asusta , como he oído comentar en otros casos, ni me genera preocupación. Lo he integrado en mi vida, como una parte más de mi experiencia, y no le doy mayor importancia. Aunque no se habla nada en los grupos de personas con ansiedad , no sé si porque no lo viven , no lo saben explicar o les hace sentir raros si lo cuentan Aunque mi conciencia se aparta un poco, no siento que me esté perdiendo nada. Es solo una manera de manejar la ansiedad, una forma de protegerme cuando las emociones se vuelven demasiado intensas. Al contrario de lo que podría pensarse, esta desconexión no me impide vivir el momento; simplemente lo hago de una manera diferente. 

 La metáfora:

 En un rincón de mi misma .

Podría decirse que en esos momentos, mi cuerpo actúa como una máquina programada, siguiendo instrucciones sin que yo esté realmente allí para dirigirla. Es como si estuviera observando desde una especie de "cabina de control", sabiendo lo que ocurre, pero sin poder interactuar con total control ni con claridad. Aunque la maquinaria sigue su curso, no soy completamente consciente de las emociones que debería estar sintiendo. 

 Reflexión final: 

Este estado de desconexión, aunque me proteja de la ansiedad y del sufrimiento, no me crea un vacío ni una sensación de pérdida. La despersonalización no es una fuga, sino una forma de lidiar con lo que siento. Esa distancia entre mi conciencia y mi cuerpo se ha vuelto algo natural, como una herramienta más para sobrellevar los momentos difíciles. En lugar de pelear con ella, he aprendido a convivir con esa desconexión, sabiendo que no me impide estar presente, solo lo hago de manera distinta.

sábado, 29 de marzo de 2025

Metàfora : La batería que nadie ve ; El agotamiento social

 


Introducción personal 

A simple vista, estar en un entorno social puede parecer algo inofensivo, incluso fácil. Pero para alguien con fobia social, cada interacción, cada mirada y cada silencio pueden convertirse en un desgaste constante. Este agotamiento no se ve, no deja huellas físicas evidentes, pero está ahí, acumulándose hasta dejarnos sin fuerzas.

 Siempre me ha resultado difícil explicar por qué estar con gente me cansa tanto. Si no he corrido, si no he hecho un esfuerzo físico, si solo he estado ahí… 

 (El cerebro va consumiendo recursos, a pesar de que se trate de una actividad tranquila después llega una sensación de cansancio y de que el cuerpo y la mente necesitan reposo ) 

 ¿Cómo es posible que termine agotada? Pero con el tiempo me di cuenta de que mi energía se gasta de una manera diferente, una que los demás no ven. 

 La metáfora: la batería que nadie ve

Imagina un dispositivo que parece estar en reposo. Desde fuera, no está haciendo nada exigente: la pantalla apenas se ilumina, no reproduce música ni ejecuta ninguna aplicación visible. Pero dentro, su sistema está trabajando sin parar, consumiendo energía a un ritmo acelerado. Los procesos internos, la actividad en segundo plano, todo eso está drenando su batería sin que nadie lo note. Y cuando finalmente se apaga, la gente se sorprende: “Pero si no estabas usando nada”. 

 Así me siento en situaciones sociales. Desde fuera, solo estoy ahí, sin hacer nada aparentemente agotador. Pero por dentro, mi mente está funcionando al máximo: analizando cada gesto, cada palabra, cada silencio incómodo. Intentando no llamar la atención, buscando la respuesta adecuada, midiendo mis reacciones. Todo esto consume mi energía como si tuviera una aplicación invisible drenando mi batería sin descanso. 

 Y cuando finalmente llego a casa, no es un cansancio físico lo que siento. Es un vacío, como si no quedara nada de mí para el resto del día. Y lo peor es que si intento explicarlo, la respuesta suele ser incredulidad: “Pero si no has hecho nada”, como si el gasto de energía solo existiera si puede verse.

 Reflexión final

El agotamiento social en la fobia social es difícil de entender para quien no lo vive. No deja señales visibles, no se puede medir, pero es real. Y la incomprensión que lo rodea lo hace aún más pesado de llevar. No se trata solo de estar en un sitio con gente, sino de todo el esfuerzo invisible que conlleva. Y aunque los demás no lo vean, eso no significa que no exista. Como la batería de un dispositivo que parece estar en reposo, pero que en su interior está gastando energía sin parar.

El malabarista con pelotas de cristal y goma

 

Introducción personal

Siempre he sentido que la fobia social es un acto de equilibrio constante. Cada interacción, cada palabra dicha (o no dicha), cada mirada evitada es como mantener en el aire un montón de pensamientos, miedos y expectativas. No es simplemente estar en un lugar con gente; es calcular cada movimiento, prever cada reacción, evitar cualquier error que pueda exponerme. A veces me pregunto por qué todo parece tan complicado para mí, mientras que para los demás parece ser algo natural. 

Metáfora 

 Encontré una metáfora que me hizo reflexionar sobre esta sensación. La mencionó Brian Dyson, ex CEO de Coca-Cola, en un discurso sobre la vida y las prioridades.

 Hablaba de un malabarista que sostiene dos tipos de pelotas: unas de goma y otras de cristal. 

 Las pelotas de goma pueden caerse y rebotar sin romperse. Representan cosas como el trabajo, las actividades diarias o compromisos que, aunque importantes, pueden soportar cierto margen de error. Pero las pelotas de cristal… esas son frágiles. Si caen, se rompen. Representan aspectos fundamentales de la vida, como la salud, la familia o la propia integridad. 

 Tener fobia social se siente como ser un malabarista que cree que todas sus pelotas son de cristal. Cada interacción social parece un momento crucial, como si cualquier fallo pudiera tener consecuencias irreparables. Me esfuerzo por mantener todo en el aire, por no tropezar con mis propias palabras, por no hacer el ridículo, por no ser juzgada. Pero la verdad es que nadie puede sostener tantas pelotas sin agotarse. 

Reflexión

 Tal vez, la clave no sea intentar que nada caiga, sino aprender a distinguir cuáles de esas pelotas realmente son de cristal y cuáles, aunque duela verlas caer, pueden rebotar sin romperse. 
 
Discurso Brian Dyson, ex CEO de Coca-Cola,  sobre la vida y las prioridades

jueves, 27 de marzo de 2025

Metáfora :El reflejo que no responde

 


Introducción personal

A veces, cuando intento formar parte de una conversación, siento que mis palabras desaparecen en el aire. Digo algo, pero nadie reacciona. No es que me ignoren a propósito, pero es como si mi presencia no generara impacto, como si hablara al vacío. En esos momentos, me invade una sensación extraña, una mezcla de frustración y duda: ¿realmente he hablado en voz alta, o solo lo he pensado? 

 Metáfora desarrollada

Es como mirarme en un espejo que no devuelve mi reflejo. Hablo, gesticulo, expreso ideas, pero no hay respuesta. Como si estuviera en una habitación con cristales opacos en lugar de espejos, esperando una reacción que nunca llega. La gente sigue conversando a mi alrededor, pero mi voz no parece encajar en el flujo de la conversación. 

 A veces, el reflejo se insinúa por un segundo: alguien me mira, parece a punto de responder… pero luego la conversación sigue como si nunca hubiera hablado. Otras veces, recibo una respuesta mecánica, algo que parece más un eco perdido que una interacción real. Y entonces vuelve el silencio. Reflexión Es una sensación difícil de explicar. No es solo estar callada, es ser invisible incluso cuando hablo. No es que los demás lo hagan a propósito, pero eso no hace que se sienta menos extraño., Y aunque lo he vivido muchas veces, sigue siendo desconcertante cada vez.

miércoles, 26 de marzo de 2025

El titiritero invisible: Las decisiones que la fobia social toma por mi

 

Introducción personal

Durante mucho tiempo, creí que tomaba mis propias decisiones. Pensaba que si rechazaba un plan, era porque realmente no me apetecía. Si evitaba una conversación, era porque no tenía nada interesante que decir. Si elegía un camino en la vida, era porque simplemente no me veía capaz de otro. No me daba cuenta de que muchas de esas elecciones no eran realmente mías. Había algo más, algo que movía los hilos en la sombra y me hacía creer que yo tenía el control.

Cuando se habla de fobia social, suele pensarse en momentos puntuales de ansiedad intensa: una conversación, una presentación en público, una reunión. Pero su influencia va mucho más allá. No es solo un trastorno que aparece en ciertas situaciones, sino algo que modela la vida en su conjunto, incluyendo las decisiones que tomamos, las oportunidades que dejamos pasar y el tipo de vida que terminamos viviendo.

Qué estudio? Qué trabajo ? el ocio, tomar decisiones en grupo : el peso del silencio , Que ropa usar, menos llamativa, donde y cuando salir; callarne por miedo a equivocarme. , si pido o no lo que necesito, que experiencias me permito vivir …

 La metáfora explicada 

 La fobia social es como un titiritero invisible que manipula nuestras decisiones sin que nos demos cuenta. Nos deja la ilusión de elegir, pero en realidad, muchas veces es ella quien lo hace por nosotras.

Nos quedamos en casa porque "hoy no apetece salir", cuando en realidad es el miedo quien dicta la orden. Decimos que no a un plan porque "seguro que será aburrido", cuando en el fondo es el pánico a la interacción lo que nos frena. Incluso nuestras metas y sueños se ven moldeados por su influencia: descartamos carreras, amistades o experiencias sin explorar realmente si son para nosotras o si es la fobia quien nos convence de que no podemos con ellas.

El titiritero no nos obliga con la fuerza, sino con sutileza

Una vida moldeada por el miedo

No siempre me doy cuenta de hasta qué punto la fobia social ha decidido por mí. A veces, solo años después veo las oportunidades que dejé pasar, las cosas que podría haber intentado si el miedo no hubiera estado ahí. No es simplemente que me afecte en momentos puntuales, sino que va moldeando el camino, a veces sin que lo note, hasta que miro atrás y veo todas las bifurcaciones donde elegí la vía más segura, aunque no fuera la que realmente quería. La fobia social no solo impide hablar o salir, sino que determina qué vida termino viviendo

 Reflexión final

Es difícil encontrar el momento en que dejamos de ser nosotras mismas y comenzamos a ser las marionetas de un miedo que no vemos, pero que está ahí, moviéndonos. Cuando decidimos quedarnos en casa o rechazar una invitación, no lo hacemos porque realmente no queramos, sino porque el miedo se disfraza de una excusa que parece lógica. La fobia social no impone con gritos ni presiones, sino con susurros que nos hacen creer que estamos tomando decisiones. Y eso, quizás, es lo más confuso. 

 Es un proceso que ocurre tan lentamente, que cuando nos damos cuenta, ya hemos vivido demasiadas elecciones bajo esa sombra. El titiritero invisible no es algo a lo que podamos ponerle una fecha para que termine. Su presencia se siente en cada momento de duda, en cada vez que dejamos de hacer algo porque "no puedo". Al final, lo que queda es esa sensación constante de estar perdiendo algo que nunca llegamos a tener.

martes, 25 de marzo de 2025

La marca invisible: El miedo al miedo



Introducción personal:

 A veces, la ansiedad no necesita un motivo real para aparecer. No hace falta que algo salga mal ni que ocurra nada nuevo. Basta con recordar cómo se sintió antes. Basta con el miedo al miedo. 

 La metáfora: la marca invisible

Es como una quemadura antigua. La herida ya no está abierta, pero la piel sigue siendo más sensible en ese punto. Basta con un simple roce para que el dolor vuelva, como si la herida nunca hubiera cerrado del todo. 

 Así funciona el miedo en mi mente. No es la situación lo que me asusta, sino la posibilidad de sentir lo que ya sentí antes. No es el presente lo que me inquieta, sino el recuerdo de cómo fue antes y la certeza de que puede volver a ocurrir. No necesito estar en peligro real para que mi cuerpo reaccione como si lo estuviera. Basta con saber que en el pasado me paralicé, que el miedo me dejó sin aire, para que la ansiedad vuelva a aparecer antes siquiera de que ocurra algo. 

 No importa cuántas veces me diga que ahora es diferente, que esta vez no hay razón para sentirme así. La marca está ahí. Y, aunque a simple vista no se vea, sigue siendo un punto débil, un lugar donde el miedo siempre encuentra la forma de hacer daño. 

 Reflexión:

El problema de estas marcas invisibles es que engañan. Hacen que algo que pertenece al pasado parezca estar ocurriendo ahora. Me llevan a evitar situaciones no porque sean peligrosas, sino porque una vez lo fueron o porque temí que lo fueran. Y así, el miedo se mantiene vivo, protegiéndome de algo que tal vez ni siquiera existe. Pero saberlo no lo hace desaparecer.

sábado, 22 de marzo de 2025

Metáfora: El cuerpo delator



Introducción personal 

Siempre me ha parecido injusto que mi propio cuerpo sea el primero en exponerme. Antes incluso de que pueda procesar lo que está pasando, ya ha reaccionado por su cuenta. No me pregunta si quiero sonrojarme, si quiero temblar, si quiero que mi voz se corte en el peor momento. Simplemente lo hace, sin avisar y sin darme opción a detenerlo. 

 La metáfora: 
El cuerpo delator

Es como tener un cómplice traicionero, alguien que en el momento menos oportuno grita a los cuatro vientos lo que intento ocultar. Da igual lo que diga o haga, mi cuerpo siempre encuentra la manera de desmentirme. Si quiero parecer tranquila, mis manos empiezan a sudar. Si intento responder con seguridad, mi voz me traiciona. Si trato de disimular, mi rostro se delata. 

 No importa cuántas veces haya vivido la misma situación, nunca sé cómo va a reaccionar. A veces parece que todo está bajo control, que esta vez no pasará… pero basta un pequeño detonante para que mi cuerpo decida hablar por mí otra vez. Y entonces todo se vuelve aún peor, porque sé que los demás lo ven.

 Reflexión final

Me gustaría poder convencer a mi cuerpo de que no hace falta reaccionar así, que no hay peligro real. Pero no me escucha. Funciona con su propia lógica, ignorando por completo lo que quiero. Y al final, lo peor no es la reacción en sí, sino la sensación de no tener el control ni siquiera sobre mí misma.








viernes, 21 de marzo de 2025

El sufrimiento en la fobia social


El sufrimiento en la fobia social no es un solo dolor, sino muchos. Es un laberinto donde cada camino lleva a una forma distinta de angustia. 

 Está el miedo, que no es un miedo común. No es temor a algo concreto, sino a todo. A existir frente a los demás, a ser visto, a hablar, a no hablar, a moverse, a equivocarse. A veces ni siquiera sé exactamente a qué temo, solo sé que algo en mí se encoge y me dice que no puedo, que no debo, que estoy en peligro.

 Está la vergüenza, esa que no necesita que nadie me critique porque yo misma me castigo antes de que lo hagan. Cada error, cada gesto torpe, cada silencio incómodo se queda grabado en mi mente, repitiéndose una y otra vez. Es una vergüenza que no se va ni cuando estoy sola, porque entonces pienso en lo que hice, en lo que debería haber hecho, y me hundo más en esa sensación de ser inadecuada. 

 Está el cansancio. Porque vivir así es agotador. No solo es la ansiedad en el momento, es la anticipación antes y el castigo después. Es la tensión en los músculos, el nudo en el estómago, la sensación de estar en alerta constante. A veces me gustaría simplemente existir sin pensar, sin analizar, sin tener miedo. 

 Está la soledad, que no es solo estar sola, sino sentir que no encajo en ningún sitio. Que incluso si alguien se acerca, hay una distancia invisible que me separa. A veces quiero hablar, quiero formar parte de algo, pero el miedo me frena. Y cuando no lo intento, la culpa me dice que es mi culpa estar sola, que soy yo quien se aleja. 

 Y está la desesperanza. Esa que llega cuando me doy cuenta de que llevo años sintiéndome así, que he intentado cambiar y sigo atrapada. Que el mundo sigue adelante mientras yo sigo aquí, con miedo a cosas que para otros son normales, preguntándome si algún día podré ser libre de esto.

La culpa en la fobia social

 
La culpa es una de esas emociones que se cuelan en la fobia social sin que nadie la invite. Se siente como una carga que no debería estar ahí, pero que aparece de forma automática cada vez que no cumplo con lo que "se espera" de mí. No es una culpa racional, no es porque haya hecho algo malo; es una culpa que surge por existir de la manera en que existo. 

 Me siento culpable cuando alguien se preocupa por mí porque no quiero ser una carga.

 Me siento culpable cuando noto que mi forma de ser incomoda a los demás, No sé cuántas veces he notado el ambiente volverse raro en una conversación por mi culpa. Silencios incómodos, respuestas cortas o no reaccionar como se espera… Y sé que la otra persona puede interpretarlo como desinterés o frialdad, cuando en realidad estoy demasiado atrapada en mi cabeza intentando manejar la ansiedad. 

 Me siento culpable por no ser “ normal” desde siempre he sentido que hay algo en mí que no encaja, como si estuviera fallando en algo básico que todo el mundo parece saber hacer menos yo. La sociedad tiene claro cómo deberíamos relacionarnos, y cuando no puedo seguir ese guion, la culpa aparece como si fuera mi responsabilidad no ser capaz. 

 Me siento culpable por evitar situaciones Cada vez que rechazo una invitación o me escaqueo de algún evento, sé que es porque la ansiedad me supera, pero eso no evita que me sienta mal después. Sé que los demás pueden verlo como falta de interés o como una excusa, y aunque intento explicármelo a mí misma, la sensación de estar fallando a los demás no desaparece 

 Me siento culpable por no responder como se espera Esto me pasa mucho en conversaciones. A veces noto que la otra persona espera que diga algo, que haga una broma o que me ría, pero no me sale. Luego me torturo pensando en cómo debería haber respondido, en cómo he quedado, en si ahora creen que soy rara o borde. 

 Me siento culpable por necesitar ayuda No me gusta sentir que dependo de los demás, pero a veces lo hago. Necesito apoyo, comprensión o simplemente que alguien entienda que hay cosas que no puedo hacer. Y aunque sé que todos necesitamos ayuda en algún momento, la culpa de sentirme una carga siempre está ahí. 

 Incluso me siento culpable cuando intento explicar lo que me pasa, porque siempre hay esa sensación de que no debería hablar de esto, de que debería simplemente "ser normal". 

 La culpa en la fobia social es una trampa. Me hace sentir que todo es mi responsabilidad: si me aíslo, si no respondo un mensaje a tiempo, si no sé cómo reaccionar en una conversación, si decepciono a alguien sin querer. Es como si estuviera fallando constantemente en un papel que nunca pedí interpretar. 

 Sé que, en el fondo, no debería sentirme culpable. Que no elijo tener fobia social, que no es una cuestión de voluntad. Pero una cosa es saberlo y otra es sentirlo. Porque la culpa no atiende a razones, solo se instala y me repite que debería hacerlo mejor, aunque no tenga fuerzas para hacerlo. Y quizás lo más difícil de todo es que no sé cómo soltarla.

La mochila invisible de la fobia social



La mochila invisible que llevo cada día cada mañana, 

cuando intento dar el primer paso fuera de casa, siento que tengo que cargar con una mochila. No es una mochila cualquiera; es una carga invisible, pero tan pesada que parece que me arrastra hacia abajo. Me obliga a caminar más despacio, me recuerda en cada movimiento que no soy libre, que cada paso fuera de casa será un esfuerzo más. 

 Metáfora la mochila invisible 

 Dentro de esta mochila, la culpa ocupa una gran parte del espacio. Es esa sensación constante de que no estoy a la altura, de que no soy lo suficientemente buena o que siempre estoy fallando. La culpa pesa como una roca, y aunque intento ignorarla, siempre está ahí, clavada en mi espalda. A su lado, la autoexigencia, que nunca me deja descansar. La voz interior que me exige más y más, que me dice que siempre puedo hacer las cosas mejor, que no hay lugar para la imperfección. La mochila está llena de expectativas que no me puse yo misma, pero que me pesan como si estuvieran marcadas a fuego en mi piel. 

 Y luego está el miedo, que se cuela en cada r incón de la mochila. Es un miedo que no se ve, pero se siente con cada paso que doy. Miedo a ser juzgada, miedo a no encajar, miedo a ser observada sin saber qué hacer o cómo reaccionar. Es un miedo que no puedo dejar atrás y que parece aumentar con el paso de los días. El miedo se mezcla con todo lo demás, haciendo que la mochila se vuelva aún más pesada, aún más difícil de llevar. 

 Dentro de esta mochila también está el sufrimiento, esa sensación de estar atrapada en mis propios pensamientos y emociones, incapaz de liberarme de ellos. Es como un peso adicional que no puedo soltar, una carga que nunca se aligera. El sufrimiento me acompaña a todas partes, me ahoga un poco más cada vez que intento moverme. 



 Reflexión final 

 La mochila que llevo cada día es mucho más que una carga física; es un recordatorio constante de lo que siento y lo que temo. A veces pienso que nunca podré quitármela de encima, pero con el tiempo he aprendido a cargar con ella, aunque sea un poco. Aunque no pueda deshacerme de todo lo que lleva dentro, cada día doy un paso más. Y aunque el peso a veces sea insoportable, sigo adelante. Tal vez no sea fácil, pero sé que cada paso es un pequeño triunfo sobre el miedo y sobre las expectativas que me pongo. A veces, simplemente el hecho de seguir caminando, con esa mochila a cuestas, ya es un acto de valentía.






jueves, 20 de marzo de 2025

Metáfora : La máscara rota : El peso de ser otra persona

 

Introducción personal:

 Durante mucho tiempo, sentí que tenía que ser alguien que no soy, una versión de mí misma que pudiera encajar en los lugares, que pudiera responder a las expectativas de los demás. Ponía una máscara cada mañana, asegurándome de que todo estuviera en su lugar: las palabras adecuadas, las actitudes correctas. Mi máscara era sonreír cuando me hablaban, asentir aunque no estuviera de humor ni me apeteciera escuchar. Era ser amable y ofrecer lo que el otro deseara en ese momento. Si necesitaban que les escuchara, ahí estaba yo, atenta y empática. Si querían alguien gracioso, podía contar un chiste. En definitiva, siempre buscaba agradar y dar lo que los demás necesitaban, sin importar lo que sentía por dentro.

 La metáfora explicada:

 La "máscara rota" es una metáfora que describe la desconexión entre la persona que mostramos al mundo y la persona que realmente somos. La fobia social, en muchos casos, nos obliga a ponernos una máscara, una capa de comportamientos y respuestas que ocultan nuestras inseguridades, miedos y emociones reales. Nos convencemos de que si no mostramos esa fachada, seremos juzgados, rechazados o incluso ignorados. Pero, al mismo tiempo, esta máscara se convierte en una prisión que nos impide ser auténticos.

 Cuando la fobia social está presente, la máscara puede quebrarse en momentos de vulnerabilidad o cansancio. Lo que queremos ocultar se revela, ya sea a través de una reacción emocional inesperada, una palabra fuera de lugar, o simplemente el agotamiento de mantener la apariencia durante tanto tiempo. Esa ruptura puede ser aterradora, porque tememos que los demás vean lo que realmente sentimos y, peor aún, que nos rechacen por ello 

 La Máscara: Una Reflexión sobre la Fobia Social

 La fobia social es, muchas veces, un juego constante entre lo que mostramos y lo que realmente somos. Para quienes vivimos con ella, la máscara se convierte en un refugio, una capa protectora que nos permite navegar por el mundo sin exponernos demasiado. Es fácil pensar que, si tan solo pudiéramos quitarnos esa máscara, todo sería más sencillo. Pero la realidad es que, si la quitáramos de golpe, probablemente no solo nos enfrentaríamos a la vulnerabilidad, sino a la angustia de vernos completamente expuestos. 

 Esa máscara, aunque nos limita, nos da una falsa sensación de control. Nos oculta, pero también nos permite sobrevivir. Nos da una identidad segura, aunque distorsionada. Sin ella, estaríamos desnudos, sin la barrera que nos protege del juicio ajeno, de las miradas que sentimos constantemente. En cierta forma, la máscara es una parte de nosotros, un mecanismo de defensa que hemos aprendido a usar para evitar el dolor. Pero, ¿y si la máscara no fuera la solución definitiva? Quizá, si aprendemos a quitarnosla lentamente, sin precipitarnos, podamos empezar a reconstruirnos. No se trata de despojarnos de ella de golpe, sino de encontrar momentos en los que podamos ser quienes realmente somos, sin miedo a ser rechazados. Poco a poco, la fobia social puede perder su poder sobre nosotros, y la máscara dejaría de ser necesaria. Es un proceso largo y complicado, pero aprender a vivir sin esa máscara es un paso hacia la libertad. Al final, la fobia social es solo una forma de protegerse del mundo, y el reto es aprender a vivir sin la necesidad de protegernos tanto. Tal vez, cuando logremos eso, descubriremos que la fobia social no es algo que define quiénes somos, sino algo que hemos aprendido a vivir con el tiempo.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Metafora: El pez fuera del agua

 

Introducción personal: 

A veces, cuando estoy en medio de una situación social, siento como si fuera un pez fuera del agua. Los demás parecen moverse con total naturalidad, mientras yo me esfuerzo por adaptarme y respirar en un ambiente que no está hecho para mí. El mundo que me rodea parece estar a otra velocidad, y no logro sincronizarme con él. El sonido de las conversaciones, las miradas, los movimientos… todo se vuelve tan agotador que no puedo dejar de pensar que no encajo, como si fuera una especie que no pertenece a este ecosistema. 

 La metáfora explicada:

 Esta metáfora reflejaría la sensación de estar fuera de lugar, de sentirse como si no encajásemos en el entorno social. El pez está destinado al agua, un espacio que es natural para él. Cuando se encuentra fuera, todo le resulta extraño, difícil e incómodo. De la misma manera, las personas con fobia social se sienten desorientadas y fuera de su entorno en situaciones sociales, sin saber cómo actuar o cómo respirar con normalidad. 

 Reflexión final: 

Esa sensación de estar fuera de lugar es agotadora, como si el entorno nunca fuera el adecuado y cada intento de encajar resultara forzado. Es una realidad difícil de evitar cuando la fobia social nos acompaña, convirtiendo lo cotidiano en un esfuerzo constante. No siempre hay un sitio al que regresar ni una solución clara, solo la certeza de que esa incomodidad está ahí y nos define más de lo que quisiéramos.

martes, 18 de marzo de 2025

El puente invisible: evitación



Introducción personal:

 Muchas veces, cuando sé que tengo que enfrentar una situación social, algo dentro de mí me dice que no puedo, que no estoy preparada. Sé que existe un camino para llegar a donde quiero, pero en el momento de dar el paso, ese camino desaparece y me paralizo. No importa cuánto lo piense, al final termino evitando la situación, convenciéndome de que es mejor no intentarlo.

 La metáfora explicada

La evitación en la fobia social es como un puente que desaparece cuando más lo necesitas. Sabes que el puente está ahí, que otras personas lo cruzan sin problema, pero cuando intentas dar un paso, el miedo lo borra de tu vista. Entonces, te das la vuelta y decides no intentarlo. Cuanto más evitas, más sólido se vuelve el miedo, y más difícil es creer que el puente alguna vez estuvo allí.

 La clave es entender que el puente nunca desapareció realmente. Solo que el miedo lo cubre con una niebla densa que te impide verlo. Para hacerlo visible otra vez, hay que atreverse a dar un paso, aunque no estés segura de que estará ahí.

 Reflexión final: 

 La evitación nos mantiene en la orilla porque, desde nuestro punto de vista, no hay un puente, solo un abismo. Nos dicen que avancemos, pero ¿cómo dar un paso cuando todo indica que caeremos? No se trata de valentía inmediata ni de actos impulsivos, sino de ir tanteando el terreno, aunque al principio todo parezca vacío. A veces, ni siquiera encontramos señales de que haya un camino, y eso hace aún más difícil moverse. Pero si en algún momento percibimos un indicio, por pequeño que sea, podemos decidir si queremos explorarlo o no.