COMPARTIR

miércoles, 30 de abril de 2025

Metáfora : El idioma extranjero


Introducción personal.

A veces me pasa que quiero decir algo sencillo, algo pequeño, y me quedo en blanco. O peor: lo intento y las palabras se enredan, suenan torpes, lejanas a lo que en realidad quería transmitir. Como si tuviera que traducirlo todo desde un idioma que solo yo entiendo.

Metáfora

Con  fobia social, hablar se parece mucho a vivir en otro país sin haber aprendido bien la lengua. Ves a los demás comunicarse con fluidez, usar sus gestos y sus silencios como si formaran parte de una coreografía que tú no conoces. Y tú te ves ahí, intentando encajar una frase, temiendo usar la palabra equivocada, con la sensación de que cualquier error te va a dejar expuesta para siempre.

Hay días en los que ni siquiera intento hablar. Me vuelvo extranjera también en mi propio cuerpo. Es más fácil asentir, escuchar, fingir que entiendo todo, aunque por dentro me esté diciendo cosas que no me atrevo a traducir.

Y no es que no sepa hablar. Sé hacerlo. Lo que pasa es que el miedo cambia el idioma. Las palabras ya no fluyen cuando siento que me observan. Me encierro en traducciones mentales, en dudas que no tendría si no me sintiera tan vulnerable.

No nos entienden 

  • Porque ellos hablan el idioma  con confianza y sin pensarlo. Y nosotros no.
  • Nosotros hablamos desde la inseguridad, desde la vigilancia constante, desde un idioma que siempre está a punto de fallar.
  • Usamos palabras distintas para sentimientos similares, pero no lo saben.

Por ejemplo:

  • Cuando decimos “me agobia”, quizás queremos decir “me da miedo”.
  • Si decimos “no me apetece”, a veces lo que queremos decir es “no puedo con la ansiedad que me provoca”.
  • Cuando decimos “estoy cansada”, muchas veces queremos decir “estoy agotada de fingir que todo va bien”.
  • “No me encuentro bien” puede significar “siento que no voy a poder con esto y no sé cómo explicarlo sin parecer débil”.
  • “Me cuesta” puede ser “me paraliza, pero me da vergüenza decirlo así”.
  • Y “no quiero ir” puede querer decir “me muero de ganas de poder hacerlo, pero el miedo me bloquea”.

Ellos interpretan esas palabras desde su idioma, no desde el nuestro. Y cuando algo no encaja, en lugar de preguntar, corrigen. Nos dicen que exageramos, que lo hacemos difícil, que no puede ser tan complicado.

Pero no ven el diccionario invisible que tenemos que consultar antes de hablar, ni el peso de cada palabra elegida, ni el esfuerzo por no equivocarnos.

No nos entienden porque lo nuestro no suena como lo suyo. No porque sea menos válido, sino porque es otra lengua. Una lengua con acento de miedo, con pausas que no son dudas, sino heridas. Una lengua que nació como defensa.

A veces pienso que lo difícil no es hablar, sino sentir que hablar no va a suponer un riesgo. Y que quien me escuche no me va a corregir, juzgar o despreciar por no decirlo “bien”.

No es que no tenga voz. Es que durante mucho tiempo he tenido que traducirme para sobrevivir. Pero eso también cansa. Y ojalá, poco a poco, pueda ir soltando este idioma extranjero y reconocer el mío, sin miedo. Que me escuchen, aunque no pronuncie perfecto. Que entiendan que lo que intento decir es más grande que mis palabras.

lunes, 28 de abril de 2025

Metáfora;La falsa alarma que nunca se apaga :El miedo al.miedo


"El miedo al miedo no avisa. Salta como una alarma que nadie ha activado."

Introducción personal.

 No siempre sentimos miedo por algo que esté pasando. Muchas veces, lo que sentimos es miedo a sentir miedo. Es como si dentro de nosotras hubiera una alarma sensible que, aunque nada ocurra, se activa sola, avisando de un peligro que no existe. No tememos tanto las situaciones, sino la reacción que creemos que tendremos ante ellas. El miedo se convierte en un eco de sí mismo, una amenaza creada por la simple posibilidad de sentirnos mal. 

 Donde mejor se percibe esto es en la ansiedad anticipada: cuando la mente corre más rápido que los hechos y nos hace vivir el miedo antes de tiempo. Por ejemplo, cuando sé que tengo que hacer una llamada telefónica, la ansiedad empieza mucho antes de descolgar. No me angustia tanto la conversación como imaginar que me bloquee, que mi voz tiemble o que me invada el silencio incómodo. Me siento atrapada en una alarma interna que suena sin motivo real. 

 Sin embargo, este miedo al miedo también se manifiesta en situaciones reales. No es tanto lo que sucede fuera, sino lo que podría desatarse dentro de mí lo que provoca la angustia. Si estoy en un ascensor lleno de gente, no es el espacio cerrado lo que me ahoga, sino el temor a perder el control: a sudar, a hiperventilar, a que los demás me miren y sepan que estoy luchando por mantener la calma.

 Miedo al miedo. Esa alarma interna que nadie enciende, pero que tampoco podemos apagar. Una alerta continua que convierte cualquier pequeño estímulo en una amenaza gigante dentro de nuestra mente. 

 Con el tiempo me he dado  cuenta de que muchas veces no tenía tanto miedo a la situación en sí, sino al miedo que sabía que iba a sentir. 

 Metáfora: 


La imagen que me viene a la cabeza es la de una alarma de incendio que empieza a sonar sin que haya humo, sin que haya fuego. 
De repente, el sonido es tan fuerte y tan insistente que parece que algo muy grave esté ocurriendo. Todo mi cuerpo reacciona como si realmente estuviera en peligro. Aunque en realidad no haya ningún incendio, la alarma ya me ha puesto en estado de emergencia. El miedo al miedo funciona así: no hace falta que pase nada para que la ansiedad se dispare. Solo hace falta la posibilidad de que algo pase. Y eso, por sí solo, ya basta para activar todos los mecanismos de defensa como si fuera real. 

 ¿Por qué tenemos miedo al miedo?


El miedo al miedo no aparece de la nada. Normalmente surge porque hemos pasado por experiencias en ylas que el miedo nos sobrepasó. Situaciones en las que sentimos que no pudimos controlar lo que nos pasaba: reacciones físicas intensas, pensamientos angustiosos, sensación de pérdida de control o de peligro inminente. Y esas experiencias se quedan grabadas muy profundamente. 

 Después de vivir algo así, el simple recuerdo, o la idea de que podría volver a pasar, activa nuestro sistema de alerta antes de tiempo. Es como si el cuerpo y la mente dijeran: "Cuidado. Ya sabes lo mal que lo pasaste. Mejor anticiparse para protegerte." 

 No es una elección consciente. No es que queramos pensar en negativo. Es una reacción automática que busca protegernos, aunque en realidad lo que consigue es mantenernos en un estado de tensión constante. 

 Vivir con miedo al miedo es vivir sabiendo que algo interno puede dispararse en cualquier momento. 
Y eso, aunque no se vea desde fuera, es una carga muy real. 

 Reflexión final: 

Cuando la alarma salta, es difícil pensar con claridad. Y aunque sepa que puede ser una falsa alarma, eso no siempre ayuda a calmar lo que siento. 

Vivir con miedo al miedo es vivir con esa posibilidad encendida en segundo plano, incluso en los momentos tranquilos. No siempre es visible desde fuera, pero por dentro pesa mucho. 

 "Vivir con fobia social es aprender a convivir con una alarma que suena incluso cuando el mundo está tranquilo ."

domingo, 27 de abril de 2025

Metáfora : El eco que no vuelve



"A veces hablas... y solo responde el silencio. Esta imagen refleja ese eco que nunca vuelve."

 Introducción personal 

 A veces siento que hablo al vacío. Que lanzo palabras, gestos, intentos de acercarme a otros… pero no hay respuesta. Como si mis palabras se perdieran en un espacio inmenso, como si nadie pudiera o quisiera recogerlas. La fobia social hace que cada comunicación sea un riesgo, un salto, una apuesta en la que, muchas veces, pierdo. No por falta de ganas, sino por esa extraña distancia que parece envolverme. Y entonces, cuando no hay respuesta, me repliego aún más, sintiéndome cada vez más pequeña, más invisible. 

 La metáfora 

 Imagino mis intentos de conexión como gritos en una cueva inmensa. Un lugar donde el eco debería volver, aunque sea distorsionado, aunque sea débil. Pero a veces, en lugar de sentir la respuesta, solo escucho el silencio. Es un silencio que pesa, que duele, que me recuerda todo lo que no sé hacer, todo lo que temo.

 Cada vez que me atrevo a hablar, a escribir, a acercarme, estoy lanzando un eco al mundo. Un “estoy aquí”, un “quiero compartir esto contigo”, un “no quiero estar sola”. Pero con la fobia social, ese eco muchas veces no regresa. Y cuando no regresa, no es solo decepción: es la confirmación de mis miedos más profundos. Que no soy suficiente. Que no sé comunicarme. Que no encajo. Aunque sé que no siempre es así —que a veces el mundo simplemente está distraído, ocupado, en sus propios ruidos—, la fobia social no me deja ver esos matices. Solo veo el vacío, solo escucho el silencio. 

 Y así aprendo a hablar más bajito, a no molestar, a no arriesgar. Porque cada eco que no vuelve duele. Y duele más cuando te has esforzado en vencer el miedo inicial, cuando has reunido todo tu valor para lanzar esas palabras.

 Reflexión final: 

 A veces me pregunto si el eco que no regresa es realmente un vacío, o si es solo una forma de protegerme. ¿Será que, al no recibir respuesta, aprendo a callarme, a quedarme en silencio, a no arriesgar más? ¿O quizás ese silencio es solo una ilusión creada por mis miedos, algo que veo porque estoy demasiado centrada en lo que me falta, en lo que no logro alcanzar? Lo cierto es que, aunque el eco no siempre regrese, el acto de intentarlo, el acto de alzar la voz, de hacer frente a mis propios miedos, es lo que realmente importa. Y, aunque a veces el eco no se escucha, sigo lanzando mis palabras al vacío, porque, de alguna manera, sigo creyendo que el mundo puede escucharme, aunque no siempre lo haga de inmediato. 

 La fobia social convierte cada gesto de comunicación en una apuesta de alto riesgo. Y cada silencio en una herida que cuesta cicatrizar. 

 Reflexión final:

A veces me pregunto si el eco que no regresa es realmente un vacío, o si es solo una forma de protegerme. ¿Será que, al no recibir respuesta, aprendo a callarme, a quedarme en silencio, a no arriesgar más? ¿O quizás ese silencio es solo una ilusión creada por mis miedos, algo que veo porque estoy demasiado centrada en lo que me falta, en lo que no logro alcanzar? Lo cierto es que, aunque el eco no siempre regrese, el acto de intentarlo, el acto de alzar la voz, de hacer frente a mis propios miedos, es lo que realmente importa. Y, aunque a veces el eco no se escucha, sigo lanzando mis palabras al vacío, porque, de alguna manera, sigo creyendo que el mundo puede escucharme, aunque no siempre lo haga de inmediato. 

jueves, 24 de abril de 2025

Metáfora : El edificio invisible : la vida con fobia social


Introducción personal

A veces imagino  la vida como un edificio de muchos pisos. Hay personas qen con facilidad, casi sin mirar, como si conocieran cada rincón. Algunas incluso toman el ascensor. Yo, en cambio, siempre he tenido que subir por las escaleras. Y no unas escaleras cómodas ni cortas, sino largas, empinadas y solitarias.

Desarrollo de la metáfora


El séptimo piso representa, para mí, una vida sin fobia social. No es una meta gloriosa ni un lugar idealizado, simplemente es un estado en el que las relaciones no duelen, donde hablar no se convierte en un obstáculo, donde salir a la calle no es una amenaza constante. Pero ese séptimo piso parece inalcanzable. Yo sigo subiendo, día tras día, sin llegar nunca. Cada escalón es una interacción. Cada planta que dejo atrás, un progreso que me ha costado mucho: hablar con alguien, aguantar una mirada, no huir. Lo que para otros es cotidiano, para mí es un esfuerzo constante.

Para ellos, los pisos se suceden sin dificultad. Algunos hasta bromean por el camino, charlan entre sí. Van en ascensor o suben a paso ligero. No tienen fobia social. No necesitan alcanzar ningún piso concreto: simplemente se pasean por la vida con tranquilidad y soltura. Fluyen. Yo no. Yo me detengo, me agoto, a veces retrocedo. Porque con fobia social, a veces subir no es lo más difícil: lo es mantenerse arriba, no caer, no volver atrás. Y a pesar de todo, sigo.

El ascensor que no funciona


El ascensor está ahí, visible, con sus puertas cerradas y su botón brillante. Pero para mí no funciona. Es como si no reconociera mi presencia. Tal vez representa las habilidades sociales innatas, la seguridad aprendida, el entorno sin juicios. Y ese ascensor está reservado para los que no necesitan justificar su ansiedad, para los que no tiemblan al ser vistos, para los que no viven con miedo.

Mi ascensor está roto. No tengo ese acceso directo. Así que todo lo que consigo, lo logro a través del esfuerzo diario: escalón a escalón. A veces pienso que es injusto, que debería poder llegar como los demás. Otras veces, simplemente me concentro en subir el siguiente peldaño.

Reflexión final

No sé si alguna vez llegaré al séptimo piso. Tal vez no. Tal vez nunca alcance esa vida sin fobia social. Pero eso no quita valor a todo lo que he subido. Cada escalón cuenta. Cada caída también. Porque hay días en los que bajo, en los que pierdo fuerzas, en los que me toca volver a empezar desde un piso más abajo. Pero sigo.

Porque la fobia social no se supera con grandes saltos, sino con pasos pequeños que la mayoría no ve. Y si algún día alguien me pregunta por qué sigo subiendo, podré decirle que lo hago porque cada peldaño subido —y cada vez que me levanto tras bajar— es una victoria. Porque el valor no está en llegar, sino en luchar por cada tramo, incluso cuando el edificio es invisible para los demás.


miércoles, 23 de abril de 2025

Metáfora : La violencia de callarme



Introducción personal
 

 A veces me pregunto cuánto daño me ha hecho callarme. No solo en momentos clave, en decisiones importantes o en situaciones sociales. Me refiero a ese silencio constante, casi crónico, que se ha instalado en mí como una segunda piel. Ese que me impide decir lo que siento, pedir lo que necesito o simplemente decir “basta”. 

 Recuerdo una escena concreta, tan pequeña como representativa. Estaba en una reunión familiar. Todos hablaban a la vez, contando chistes, riendo, encadenando una historia tras otra sin apenas respirar. En medio de ese barullo, se me ocurrió un chiste que pensé que les haría gracia. Me pareció divertido, incluso sentí esa chispa de ilusión de cuando una cree que puede aportar algo y que los demás van a disfrutarlo. Pero no dije nada. 

 Esperé mi momento, pero no llegó. No paraban de hablar. No vi hueco. Y poco a poco esa ilusión se fue apagando. Empecé a pensar que igual no hacía tanta gracia, que seguro no lo contaría bien, que interrumpir sería molesto. Y me lo tragué. Como tantas otras veces. 

 La metáfora
 

Ese tipo de silencio no es neutro. Es una forma de violencia. Silenciosa, invisible, pero profundamente destructiva. No deja moratones, pero deja huella. Es como una mordaza interior que se activa sola, que me impide expresarme y que acaba golpeando directamente en mi autoestima. Es como si cada palabra no dicha se convirtiera en una herida hacia adentro. 

 Y lo peor es que muchas veces viene disfrazado: parece prudencia, parece educación, incluso humildad. Pero no lo es. Es miedo. Es censura. Es una forma de desaparecer para evitar el juicio. Y a la larga, es una forma de maltrato hacia una misma. Un maltrato silencioso, pero constante. 

 Porque silenciarme me ha hecho invisible. Y no solo para los demás, sino para mí. Me he tragado palabras que necesitaban salir, emociones que necesitaban ser compartidas, límites que necesitaban ser puestos. Por no molestar, por no equivocarme...Y me he ido quedando sin voz en mi propia vida. 

 Y estos días, en los que me he sentido más frágil físicamente, ese silencio ha vuelto a doler. No tanto por lo que ha pasado fuera, sino por lo que no me he permitido decir. Por esas frases que me han herido y que no he sabido contestar, por esas situaciones injustas que he soportado sin apenas un gesto, por ese dolor que me tragué sin emitir ni un sonido. Como si ni siquiera mi malestar tuviera derecho a ocupar espacio

Reflexión final 

 Callar no siempre es una elección. A veces es una defensa aprendida, una reacción automática. Pero hay que nombrarlo por lo que es: una forma de violencia. Una que se cuela en lo cotidiano, en lo más íntimo, en lo aparentemente inofensivo

. No tengo una conclusión feliz. No voy a decir que ahora siempre hablo, que ya lo he superado, que mi voz es firme y clara. No sería verdad. Pero sí he empezado a escuchar ese silencio. A entender su origen. A rebelarme contra él, aunque sea en pequeños gestos: escribir esto, por ejemplo. O atreverme a decir "no estoy bien" cuando me preguntan. 

 Quizá el primer paso para romper esa violencia sea reconocerla. Y dejar de normalizarla. 

lunes, 21 de abril de 2025

Metáfora : Una llave que no encaja. Discapacidad



Introducción personal:

Hay algo que no se dice lo suficiente sobre la fobia social y es que puede llegar a ser una discapacidad. Una que no se ve, que no lleva muletas ni papeles oficiales a simple vista, pero que te impide acceder a una vida funcional. No se trata solo de miedo a hablar o a salir. Se trata de que no puedes trabajar, no puedes participar de las cosas básicas que todo el mundo da por hechas.

Y lo más doloroso es que, desde fuera, no se ve. Nadie lo entiende. Y tú misma, muchas veces, dudas de si tienes derecho a llamarlo por su nombre: discapacidad. He intentado encajar. 

He probado terapias, esfuerzos infinitos. Y, sin embargo, muchas veces siento que estoy ante puertas cerradas. Puertas que todas las personas deben atravesar para seguir adelante: la del trabajo, la de las relaciones, la de la independencia. Pero yo no tengo la llave adecuada.

Metáfora

 


Y esa es la metáfora: tener una llave que no encaja. No porque no la haya forjado con esfuerzo, sino porque el sistema ha fabricado cerraduras para otro tipo de vidas. Para las que pueden hablar sin bloqueos, moverse sin ansiedad, pedir sin pánico, mostrarse sin miedo.

Yo tengo mi llave, claro que sí. La he trabajado con todo lo que tenía. Pero cuando me acerco a esas puertas, no gira. No abre. No sirve.

¿Y entonces qué haces? ¿Qué hace una persona cuando no puede encajar en las vías “normales”? ¿Qué se supone que tiene que hacer si no puede trabajar, si no puede participar del mundo como se espera? ¿En qué lugar se queda ? ¿Cómo se sobrevive en una sociedad que solo reconoce una forma de funcionar?

La fobia social no es solo un problema de timidez o de autoestima. Es una condición que puede impedirte vivir con autonomía. Que puede dejarte fuera de todo, aunque estés llena de capacidades que no se ven, o que no encajan en los moldes habituales.

Y lo que duele no es solo la fobia. Duele también el silencio social que la rodea. La falta de reconocimiento. La sensación de que no tienes derecho ni a existir si no produces, si no funcionas, si no cumples.

Quizá ha llegado el momento de nombrar lo innombrado. De decir, con todas las letras, que cuando una condición mental te impide vivir, eso también es discapacidad. Y que también mereces apoyo.

Mi caso


En mi caso, me concedieron el 33% de discapacidad, imagino que porque iba unido a un trastorno de personalidad evitativo, que se considera más permanente y difícil de tratar. Más adelante, por problemas físicos de salud, me subieron el grado al 65%. Con este porcentaje, en teoría, ya correspondería una pensión. Pero no me la conceden porque convivo con una persona con recursos, y por esa razón me consideran “no necesitada”. Es decir: si viviera sola, la tendría. Pero necesito ayuda para vivir, no puedo hacerlo sola, y por eso no me dan nada. Estoy vendida.

Además, he leído algunas resoluciones judiciales que han reconocido la incapacidad permanente por agorafobia, pero hasta ahora no he leído  ninguna por fobia social. Parece que aún no se entiende su alcance real, como si fuera solo un problema de timidez y no algo que puede incapacitarte por completo para trabajar.

Este es solo un ejemplo entre muchos. 


Metáfiora : La fuga de palabras



Introducción personal 

A veces me encuentro hablando sin parar, dando explicaciones que ni siquiera me han pedido. No puedo evitarlo, siento que tengo que justificar cada acción, cada decisión, como si alguien estuviera esperando que lo hiciera. Es un impulso que me domina, como si las palabras escaparan de mí sin control, como una fuga imparable. 

 Explicación de la metáfora : Fuga de palabras 

Esta necesidad de justificarme es como una fuga de palabras que no se puede detener. Hablo y hablo, aunque nadie lo haya solicitado ni espere una explicación. Cuando la conversación se acaba, me doy cuenta de lo innecesario de muchas de esas palabras. Me siento ridícula al pensar en todo lo que he dicho, cosas que solo me concernian a mí. Me invade una sensación de insignificancia, como si no tuviera derecho a decidir o pensar por mí misma, cuando en realidad tengo plena capacidad para hacerlo y no debería necesitar la validación de otros. Además de insignificante, me siento avergonzada. Me da rabia no quererme más, no confiar en mis propios criterios, como si siempre necesitara que alguien más los confirme. Me duele haber ofrecido algo que no tenía por qué dar, y me queda la sensación de haber hablado en exceso, sin sentido alguno. 

 Reflexión final 

Es algo que trato de controlar, aunque no siempre lo consigo. La necesidad de validación es automática, algo que siento muy dentro de mí. Pero al menos me doy cuenta, aunque sea tarde y poco a poco intento recordar que no siempre es necesario dar tantas explicaciones. Mis palabras y hechos son míos, y no tengo por qué justificarlos para sentirme bien.

domingo, 20 de abril de 2025

Lo que no se ve: Metáfora :la capa invisible



Introducción personal 

 A veces tengo la sensación de que camino por el mundo como si llevara un velo que me cubre sin dejarme mostrarme del todo. Me veo a mí misma desde fuera, hablando con esfuerzo, disimulando gestos, midiendo palabras. Y sé que la mayoría de la gente ni se da cuenta de mi esfuerzo y lo que más pesa… es lo que no se ve.

 Metáfora 

 La fobia social es como una capa invisible. No suena, no se nota, no hace ruido. Pero está ahí. Me acompaña en cada conversación, en cada mirada, en cada paso que doy fuera de casa. Me hace revisar lo que digo una y otra vez, aunque ya haya pasado una semana. Me obliga a fingir calma cuando por dentro tiemblo. Me impide mostrar espontaneidad, aunque por dentro me muera de ganas de conectar. Y como nadie ve todo ese esfuerzo, a veces siento que tampoco ven lo que soy. 

 Porque lo que no se ve no se valora. Lo que no se ve no se entiende. Y entonces llegan los “es que no pareces tímida”, o los “no será para tanto”, como si mi esfuerzo diario por parecer normal borrara de un plumazo todo el sufrimiento que hay detrás. Pero yo sé lo que me cuesta. Yo sé lo que callo. Lo que me obligo a hacer. Lo que me reprimo por miedo. Y aunque no se vea, está. 

 Reflexión

 Quizá por eso me empeño en escribir, en poner palabras donde otros no miran. Para darle forma a todo lo que no se ve. Porque la fobia social se lleva a cuestas, silenciosa e invisible para quienes la miran desde fuera. No se ve, no se comprende… pero existe. Y merece ser contada.

sábado, 19 de abril de 2025

Metáfora: El teléfono como una puerta cerrada . El miedo invisible


Introducción personal

 Llamar por teléfono para mi  no es algo tan sencillo como el simple hecho de cogerlo. Es frecuente escuchar comentarios como: “El teléfono no muerde, nadie puede hacerte daño, no hay peligro, cógelo…” Y sí, sé que para muchos es algo tan común como respirar, pero para mí, no lo es. Llamar por lteléfono es mucho más que eso. Es difícil de explicar, pero intentaré hacerlo. 

 Cuando me encuentro con un teléfono en mis manos, es como si una barrera invisible se alzara frente a mí. Cada vez que tengo que hacer una llamada, siento que mi mente se bloquea, mis palabras no salen como quiero, y la ansiedad se apodera de mí. A veces, la idea de que la conversación no se desarrolle como me gustaría me genera un pánico que no puedo controlar. Es un ciclo del que no puedo escapar. 

 La metáfora: El teléfono como una puerta cerrada . El miedo invisible 

 Imagina que el teléfono es una puerta cerrada que se encuentra justo frente a mí. A simple vista, parece una puerta común, pero yo sé que al abrirla, no sabré qué me deparará al otro lado. Puede ser una voz amigable, una conversación que fluya, o algo que me desconcierte y me haga sentir vulnerable. Pero lo peor es la incertidumbre de no saber cómo será la conversación, si seré capaz de hablar con claridad o si mi mente se paralizará. 

 Cada vez que esa puerta se presenta ante mí, las dudas y el miedo aumentan. Sé que solo tengo que dar un paso para atravesarla, pero el miedo de no ser capaz me inmoviliza. El teléfono no es solo un objeto, es una barrera emocional que se transforma en un obstáculo que debo superar Y aunque pueda parecer algo simple para otros, para mí es un desafío emocional.

 Reflexión final 

 Lo que pocos entienden es que no se trata de ser tonta o incapaz, sino de vivir con un miedo profundo que no se puede controlar. Llamar por teléfono no es solo un acto mecánico, sino una lucha constante. Es enfrentarse a una puerta cerrada, sabiendo que no hay garantía de que pueda cruzarla. El miedo es una presencia que siempre está ahí, que no desaparece, que sigue siendo parte de mi día a día, aunque no lo vea nadie. Y esa es la realidad con la que vivo,

La tristeza sin motivo


A veces me despierto triste. No ha pasado nada. No hay un motivo claro. Nadie me ha hecho daño, no he recibido malas noticias, el mundo sigue girando igual que ayer. Y, sin embargo, algo dentro de mí se apaga sin avisar.
No sé si es ansiedad , la fobia social, por todo lo que no vivo o simplemente la vida 
No lo sé

 Es una tristeza que no llora. Que no grita. Que no tiene palabras. Solo está. Se instala en el pecho como una nube espesa que no se va ni aunque lo intente. Y me cuesta explicar lo que siento, porque cuando no hay una causa concreta, parece que no tienes derecho a sentirte así. 

 Me digo a mí misma que no debería estar triste. Que tengo cosas buenas, que hay gente que lo pasa peor, que todo va más o menos bien. Y sin embargo, por dentro… no estoy bien. No del todo. Hay una parte de mí que se encoge sin saber por qué. 
Y eso duele. 
Duele no tener una razón. Duele no poder justificar lo que siento. Duele sentir que si lo digo, van a pensar que exagero, que busco atención, o que soy demasiado sensible. 

 Pero no es nada de eso. Es solo tristeza. Tristeza sin motivo. Y eso también es real. 

 He aprendido que no hace falta entender siempre lo que me pasa. Que a veces solo toca sostenerse, dejar que el día pase, permitir que la tristeza esté sin culparla ni culparme. Que no soy menos fuerte por sentirla. Que no soy menos válida por tener días así. 

 Y que, con suerte, mañana pesará un poco menos.
 Y si no, me seguiré quedando. Porque incluso la tristeza sin motivo necesita un lugar donde descansar. 

viernes, 18 de abril de 2025

Metáfora El zumbido constante: Rumiaciones



Introducción personal

Hay días en los que parece que todo está en calma. No tengo que salir, no tengo que enfrentarme a nadie, no hay expectativas ni compromisos. Pero, aun así, hay algo que no me deja estar bien. Algo que vibra por dentro, una incomodidad que no sé de dónde viene. Y que no se va. Como si mi mente no supiera soltar el estado de alerta. Como si se hubiera quedado encendida por costumbre. Y así me paso el día, agotada sin haber hecho nada.  

Metáfora : Zumbido constante : Rumiaciones

Imagina una habitación aparentemente silenciosa, pero donde suena un zumbido muy agudo, muy leve. No se oye siempre, pero está. Se cuela en el fondo de cada pensamiento, interfiere en la concentración, impide el descanso. Es un sonido que no sabes de dónde viene ni cómo apagar. Con el tiempo, ni siquiera lo percibes del todo, pero te va desgastando. Ese zumbido serían las rumiaciones. 

No tienen forma de conversación interna ni de razonamiento útil. Son ideas circulares que no llevan a nada: lo que dije, lo que no dije, lo que pasará, lo que pasó hace años… No siempre soy consciente de que están ahí, pero cuando me detengo un momento, las oigo. Me doy cuenta de que mi mente no ha parado en todo el día. Ha estado repasando, imaginando, anticipando, reprochando… como si tuviera miedo de que algo se me escapara. Como si necesitara tenerlo todo controlado, aunque solo sea en pensamiento. 

Ese zumbido no grita, pero no deja vivir. Y por eso, cuando la gente me pregunta si estoy bien porque no ha pasado nada malo, no sé qué decir. Porque a veces lo que más agota no es lo que pasa, sino lo que no deja de pasar dentro de una misma. 

Reflexión  

Vivir con fobia social no es solo enfrentarse a los demás. A veces es luchar con lo que una misma piensa. Es batallar contra el eco , darle vueltas a todo , ideas a veces sin mucho sentido real . Solo tú mente que no deja de pensar , de rumiar , de encontrar problemas dónde no los hay Y ese eco… zumbando por dentro… te roba energía, descanso. 

Nombrarlo me ayuda. Es una forma de no sentirme loca. De recordarme que esto también es ansiedad, aunque venga disfrazada de pensamiento lógico o preocupación leve. No es debilidad. Es un sistema que se activó para protegerme, pero que se ha quedado encendido. Y que ahora tengo que aprender a calmar poco a poco. No con fuerza, sino con comprensión.

miércoles, 16 de abril de 2025

El deseo de desaparecer sin causar dolor



No es que quiera morirme. No así, no de esa forma. No quiero que nadie sufra por mí, no quiero causar lágrimas ni despedidas. No se trata de eso. Es más bien un deseo silencioso, casi infantil, de poder desaparecer sin dejar rastro. De dejar de ser sin herir a nadie. Como si nunca hubiera estado. Como si pudiera simplemente disolverme en el aire. 

 Hay días en los que estar viva duele. No por lo que sucede fuera, sino por todo lo que pasa dentro. El esfuerzo que supone existir, responder, sostener una apariencia, contener el miedo. Hay momentos en los que hasta respirar parece una tarea imposible. No porque falte aire, sino porque pesa demasiado ser. 

 Y en esos momentos, aparece ese pensamiento sutil: ojalá pudiera no estar. No para vengarme del mundo, ni para castigarme. Solo para descansar. Para dejar de pensar, de temer, de fingir. No me gustaría morir, pero sí me gustaría no tener que seguir. Aunque solo fuera por un rato. Un descanso verdadero. Una pausa sin culpa. 

 Lo difícil es hablar de esto sin que se malinterprete. Porque hay una línea muy fina entre desaparecer y querer morirse, y quienes no han sentido esto no entienden la diferencia. Pero yo la siento con claridad. No es una pulsión destructiva. Es una necesidad de alivio. Un deseo de pausa. Como si todo fuese demasiado y yo fuese demasiado poco para sostenerlo. 

 Y a veces me siento culpable por tener estos pensamientos. Porque sé que hay personas que me quieren, que me cuidan. Y entonces me digo: ¿cómo vas a pensar algo así?. Pero no se elige pensar estas cosas. Solo llegan. Y cuando llegan, asustan. Pero también alivian, porque al menos nombrarlas es como abrir una ventana en una habitación cerrada. 

 No sé si esto se pasará algún día. No sé si alguna vez dejaré de sentir que la vida me sobrepasa. Pero mientras tanto, intento recordarme que a veces basta con resistir un poco más. Con decirlo. Con escribirlo. Con quedarme, aunque no entienda muy bien porque 

 Porque quizá solo quizá mañana duela un poco menos y esa posibilidad aunque pequeña, a veces es suficiente para quedarme

martes, 15 de abril de 2025

Reflexión: intermedio de metáforas y del corazón que insiste, aún sabiendo que no basta



Hay días en los que siento que me he pasado la vida justificándome. Intentando explicar lo que me pasa, lo que siento, por qué actúo como actúo. Y aun así, muchas veces no basta. Porque no se ve. Porque no se entiende. Porque no encaja en lo que se espera. 

 Pero últimamente hay algo que me pesa más que todo eso: el cansancio de tener que explicarlo todo una vez más. 

 No quiero tener que detallar por qué no fui, por qué me cuesta hablar, por qué me aparto. No quiero convertir cada gesto en una lección sobre fobia social, ni cada silencio en un acto de defensa personal. No quiero tener que poner palabras a lo que muchas veces me cuesta entender. 

 A veces solo quiero que alguien me mire y diga: “Lo veo. Debe de ser difícil. Estoy aquí.” Y ya está. Sin análisis. Sin consejos. Sin intentar arreglar nada. Solo estar.

 Porque detrás de cada decisión que parece extraña, hay un proceso interno agotador. Detrás de cada “no puedo”, hay un millón de intentos mentales. Detrás de cada silencio, hay ruido. Mucho ruido. 

 Y sin embargo, aquí estoy. Escribiendo esto. Otra vez. Intentando encontrar una forma más. Una manera nueva. Usando metáforas, imágenes, comparaciones, con la esperanza de que esta vez sí cale. De que esta vez alguien, al menos uno, lo entienda un poco mejor. 

 Aunque sé que hay quien nunca entenderá, yo insisto. Como quien golpea suavemente un muro de cristal esperando que un día se agriete. Como quien lanza un mensaje en una botella sabiendo que quizá se pierda, pero también que quizá llegue. 

 Porque yo no he dejado de intentarlo. Porque hay un deseo que me sostiene: el de ser comprendida. No por todo el mundo. No siempre. Pero por alguien. En algún momento. 

 Y no hay alivio más grande que sentir que alguien, aunque sea una sola persona, te ve de verdad… y no te exige nada.

domingo, 13 de abril de 2025

Cuando el cuerpo de los demás habla en otro idioma y lo que mi propio cuerpo dice por mí.


Introducción personal 


A veces siento que no necesito que nadie me diga nada para empezar a sentirme en peligro. Basta un gesto, una mirada esquiva o un cambio de postura para que algo dentro de mí se active. Es como si mi cuerpo llevara un traductor defectuoso que transforma lo neutro en amenaza y lo ambiguo en rechazo. 

 Metáfora 

 Vivir con fobia social es como intentar entender un idioma corporal lleno de matices que los demás parecen dominar sin esfuerzo, pero que yo descifro a través del miedo. Cada gesto se convierte en una señal de alarma que interpretó con obsesiva precisión, aunque no tenga ningún significado real. Y lo más desgastante es que, mientras intento traducir lo que los demás expresan, también tengo que lidiar con lo que mi propio cuerpo dice por mí. No porque yo quiera, sino porque se adelanta a cualquier palabra. 

 Reflejo inquieto 
 

He aprendido a notar cómo mi cuerpo se encoge, se tensa o se vuelve torpe cuando hay gente cerca. Es como un reflejo que no controlo, un espejo que exagera lo que siento por dentro y lo muestra sin filtros. Intento parecer natural, pero cada gesto parece gritar mi incomodidad. Lo peor no es solo sentirlo, sino saber que probablemente los demás también lo notan. Y entonces me esfuerzo más por controlarlo, y cuanto más lo intento, más extraña y rígida me vuelvo. Como si luchar contra el reflejo solo lo hiciera más evidente.

 Reflexión final

Vivir así es como habitar dos cuerpos al mismo tiempo: uno que interpreta compulsivamente a los demás y otro que actúa por su cuenta, mostrando lo que querría esconder. Por fuera, puede parecer que exagero, que estoy leyendo demasiado entre líneas o que me muevo de forma rara sin motivo. Pero por dentro hay una lucha constante por entender y por ocultar, como si tuviera que traducir cada gesto ajeno y al mismo tiempo corregir cada movimiento mío. En este idioma sin reglas claras, donde todo parece tener un doble sentido, no es fácil sentirse a salvo. Porque incluso cuando no pasa nada, mi cuerpo ya ha decidido que algo está mal. Y aunque sé que no siempre es cierto lo que interpreto, el cansancio de estar alerta todo el tiempo no se disipa fácilmente. ¿

viernes, 11 de abril de 2025

Metáfira La roca que persiste en el río



Introducción personal:

Hace un tiempo, en una conversación con alguien cercano, volví a escuchar eso que siempre me dicen: "deberías cambiar", "tienes que superar esto", "tienes que dejar de ser tan así". La presión externa vuelve a aparecer, como siempre, con la misma insistencia, como un río que fluye sin cesar, queriendo desgastar todo lo que encuentra a su paso. En ese momento, algo se encendió dentro de mí y respondí con fuerza:

 YO SOY YO,
NO PUEDO SER TÚ        
             
 Y esa es la verdad, aunque a veces me cueste explicarlo, aunque me dé miedo admitirlo. Las voces que me dicen que debería ser diferente no entienden que cambiarme para encajar en lo que ellos esperan de mí significaría perder lo que soy. Cuando alguien intenta hacerme sentir incómoda con mi forma de ser, con mis miedos y mis limitaciones, siento que se me está pidiendo renunciar a mi identidad.

 La metáfora explicada:

 ¿Y qué pasaría si aceptara esa presión? Si me dejara llevar por el río y cediera a la corriente que insiste en que me transforme. ¿Sería yo misma? No lo creo. Sería otra persona, quizás más “aceptable”, más adaptada a los demás, pero no la misma que se ve reflejada en el agua, esa que sabe quién es, con sus imperfecciones y defectos. Porque, aunque la corriente insista, la roca sigue allí, firme, resistiendo, porque es su esencia, su ser, lo que la mantiene.

 Reflexión final: 


(Soy yo la roca y las personas difusas las que me quieren hacer cambiar )


Y entonces me pregunto: ¿por qué tengo que cambiar para que otros me acepten? ¿Por qué me piden que deje de ser quien soy solo para encajar en un molde que no es el mío? Es cierto que tengo manías, defectos, limitaciones, pero esos son los míos. Son lo que soy. Y aunque me gustaría a veces ser más valiente, o no tener miedo, o no sentirme fuera de lugar, no puedo dejar de ser yo. No quiero dejar de ser yo. Es como una roca que persiste en el río. El agua intenta desgastarla, moldearla, cambiar su forma. Pero, al final, la roca permanece, porque esa es su naturaleza. Y, aunque a veces las aguas del río me hagan dudar, sé que lo que más valoro es no perder mi identidad, por mucho que el mundo me empuje a hacerlo. No se trata de ser perfecta, se trata de ser fiel a quien soy. El problema, muchas veces, no es que yo no me acepte, sino que otros no me aceptan tal como soy. Y me he dado cuenta de que no siempre hay que seguir la corriente solo porque se espera que lo hagamos. Puedo ser yo misma, con mis inseguridades, mis miedos y mis formas de hacer las cosas, y aún así ser valiosa, porque mi esencia es lo que me define, no lo que los demás piensen de mí. Quizás la terapia, el apoyo o el consejo de otros me dirán que debo cambiar, pero yo sé que no necesito dejar de ser la roca que soy. Solo quiero aprender a resistir mejor, a fluir junto al río sin perder mi forma, sin convertirme en lo que no soy. Porque, al final, ¿quién decide qué debo mejorar? ¿Quién elige cómo debo ser? La fobia social, esa sensación de no encajar, no es solo miedo a la valoración negativa. Es miedo a no ser

SIGO AQUÍ.
APRENDIENDO A NO
DEJARME LLEVAR 

jueves, 10 de abril de 2025

Cuando sentir demasiado se convierte en peligro


 Cuando sentir demasiado se convierte en peligro 


La fobia social no se limita al miedo a hablar o a salir. Va mucho más allá. Tiene que ver con cómo sentimos, cómo nos afecta el entorno y cómo nos posicionamos frente a los demás. Algunas características que a menudo nos definen —como la vulnerabilidad, la sensibilidad, la empatía o la inseguridad— no son, en sí mismas, debilidades. Son formas de estar en el mundo que nos hacen más conscientes, más conectados con lo que ocurre, más atentos.

 La vulnerabilidad nos lleva a mostrarnos tal como somos, sin capas de defensa. La sensibilidad hace que percibamos con mayor intensidad lo que ocurre a nuestro alrededor. La empatía nos permite ponernos con facilidad en el lugar de otros, a veces incluso antes que en el nuestro. Y la inseguridad nos hace dudar, pensar mucho antes de actuar, medir cada paso como si no hubiera margen de error.

 En este caldo de cultivo, es fácil que surjan situaciones de acoso, bullying o mobbing. No porque seamos más débiles, sino porque nos cuesta más protegernos, responder o pedir ayuda. Nuestra forma de estar en el mundo —con más emoción, más intuición, más cautela— puede ser malinterpretada como debilidad. Y en entornos insanos, eso nos convierte en objetivo. 

 Por eso he querido representar estas vivencias a través de estas cuatro metáforas que he ido enviando. No para explicarlo todo, sino para que quien lo ha vivido se reconozca, y quien no lo entienda, al menos se asome un poco a esta realidad. 

 Piel sin escudo: la sensibilidad extrema ante el entorno, que convierte lo cotidiano en algo hiriente. Esta sensibilidad también nos hace proclives al acoso, pues el dolor que sentimos ante las críticas o comentarios puede ser tan intenso que no sabemos cómo responder o poner un límite claro. Esta percepción de vulnerabilidad nos hace fáciles de atacar para quienes buscan manipular o herir. 

  Esponja emocional:
 la empatía sin filtros, que absorbe lo de fuera hasta desdibujar lo de dentro. Esta falta de límites emocionales también nos hace proclives al acoso, ya que nos entregamos por completo a las emociones de los demás, sin dejar espacio para cuidar nuestras propias emociones. Nos volvemos especialmente sensibles a las manipulaciones o a los ataques emocionales de aquellos que no tienen en cuenta nuestros límites.

 Castillo amurallado: el aislamiento como refugio cuando ya no sabemos cómo protegernos sin escondernos. Aunque este aislamiento puede parecer una forma de protección, también puede dejarnos proclives al acoso, ya que al alejarnos de los demás, no aprendemos a defendernos ni a interactuar de manera saludable. Esta retirada constante puede ser vista como una invitación a que otros aprovechen nuestra falta de interacción para agredirnos emocional o socialmente. 

 Puente de cuerdas: la inseguridad que nos mantiene suspendidos, temiendo el próximo paso, sin la certeza de que el suelo debajo de nosotras sea firme. Esta inseguridad también nos hace proclives al acoso, pues al sentirnos constantemente inestables y sin la confianza de defendernos o poner límites, nos volvemos más vulnerables a personas que buscan aprovecharse de esa debilidad percibida. 

 Cada metáfora refleja una parte de lo que vivimos cuando sentir demasiado se convierte en un peligro. Y cómo, aunque parezcan formas de ser, muchas veces son simplemente formas de sobrevivir. 

 No somos débiles por sentir. Lo peligroso no es sentir, sino vivir en un entorno que no sabe acompañar esos sentimientos. Porque estas cualidades, en un espacio que las comprenda, también pueden ser fortaleza. 

La metáfora: vivir como esponja . Empatía


La metáfora: vivir como esponja. Empatía

Sentir por los demás A veces me pregunto si lo que siento es mío… o si lo he absorbido de alguien sin querer. Entro en una sala, y si hay alguien triste, tenso o molesto, es como si su emoción me alcanzara antes que sus palabras. No necesito que me lo digan. Lo siento. Y no puedo evitar cargar con ello. 

 No sé cuándo empezó a pasarme. Solo sé que me afecta. Si noto que alguien está mal, empiezo a sentirme culpable, incluso aunque no tenga nada que ver conmigo. Es como si tuviera un deber invisible: entender, aliviar, no molestar. Y ese peso no se va. Porque no es solo empatía… es sobreimplicación. 

 Y con la fobia social, esto se multiplica. Porque no es solo sentir lo que el otro siente. Es sentir demasiado y tener miedo de provocarlo. Miedo de ser la causa de un malestar ajeno. Miedo de decepcionar. Miedo de no estar a la altura de la emoción que el otro necesita.

 La metáfora: vivir como esponja 

Imagina que tu piel no solo te protege, sino que absorbe todo lo que toca. No solo notas el calor del otro, también su frío. No solo ves sus lágrimas, las sientes. Y no puedes escurrirte, no puedes soltar lo que has absorbido. Eres una esponja emocional. Y acabas empapado de sentimientos que no eran tuyos, pero que ya te habitan. 

 Eso es lo que ocurre cuando sentimos por los demás. Nos invade una responsabilidad que nadie nos ha pedido. Y, sin darnos cuenta, dejamos de escucharnos a nosotras mismas. Porque lo de fuera suena más alto. Porque lo ajeno duele más que lo propio. 

 Reflexión final

Sentir por los demás puede parecer noble. Y a veces lo es. Pero cuando va más allá del cuidado y se convierte en autoabandono, deja de ser generosidad y empieza a ser herida. Porque mientras sostenemos el mundo emocional de los otros, el nuestro se va quedando sin espacio.

 Quizás el reto sea distinguir entre acompañar y cargar. Entre comprender y absorber. Y darnos permiso para sentir… solo lo que nos corresponde. No menos. No más. 

 Aunque a veces, en esta forma de estar en el mundo, eso parezca casi imposible.

Ver en blog Empatia y lenguaje corporal 

martes, 8 de abril de 2025

Metáfora: Puente de Cuerdas: Inseguridad"


Introducción 

 La inseguridad no es solo un rasgo. En la fobia social se convierte en algo más profundo, más estructural, como si te condicionara desde dentro. A veces no parece gran cosa desde fuera, pero lo cierto es que puede llegar a marcar cada decisión, cada palabra, cada silencio. No sabes si estás molestando, si estás haciendo el ridículo, si tienes derecho a negarte, a ponerte firme, a incomodarte.

 He vivido situaciones en las que alguien insistía más de la cuenta. Por ejemplo, un chico que no paró hasta darme su número de teléfono. No me apetecía, pero al final lo acepté solo para que me dejara tranquila. O aquella vez en un autobús, en la que alguien empezó hablando de forma normal, pero poco a poco el tono cambió y se volvió incómodo, incluso insinuante. Me sentí atrapada. No supe cómo cortarlo sin quedar mal, sin parecer borde, sin hacer algo que luego me pesara más. 

 Y lo peor vino después, en silencio, cuando me preguntaba si había sido culpa mía por no frenar la conversación a tiempo. Me decía: “Has dado pie a que hablara, y ahora ¿qué vas a hacer?” Era mi propia mente la que me juzgaba, como si yo misma hubiera provocado una situación que en realidad no había buscado. 

 Caminar sobre un puente de cuerdas 
 
La inseguridad en la fobia social es como caminar sobre un puente de cuerdas. Uno de esos que cuelgan entre dos puntos, balanceándose al menor movimiento. Sientes que cualquier paso en falso puede hacerte caer. No sabes si avanzar, si retroceder o si quedarte quieta esperando que nada se rompa. 

 Y lo más duro es cuando alguien se te acerca en ese puente. No sabes si puedes pedirle que mantenga la distancia. Temes que si lo haces, te juzgue, te rechace o incluso te empuje, aunque sea sin querer. Entonces dejas que se acerque más de lo que querrías, aunque cada paso suyo hace que el puente tiemble aún más bajo tus pies. 

 La inseguridad no solo te impide poner límites. Te hace cuestionar si siquiera tienes derecho a hacerlo. Y cuando alguien cruza esa línea, es como si el temblor del puente se multiplicara dentro de ti. No por lo que el otro hace, sino por lo que tú no te atreves a hacer. 

 Reflexión final

 Durante mucho tiempo pensé que lo mío era una forma de torpeza social, como si me faltara algo que los demás sí tenían. Pero no era torpeza. Era miedo. Era inseguridad. Y sobre todo, era la sensación de que no tenía derecho a incomodar a nadie, ni siquiera cuando alguien me incomodaba a mí. 

 Hoy lo entiendo un poco mejor. Entiendo que esas reacciones no son fallos personales, sino consecuencias de una herida. Y que si me paralizo, no es porque sea débil, sino porque durante años aprendí a sobrevivir sin molestar, sin alzar la voz, sin interrumpir. 

 No siempre sabré cómo reaccionar. A veces seguiré dudando de si tengo razón o no. Pero poco a poco, quiero aprender a ponerme de mi parte. A no juzgarme por haberme callado. A no pensar que fui yo la que hizo algo mal por no saber qué hacer. 

 Porque la inseguridad no soy yo. Es solo el puente inestable por el que a veces tengo que caminar.

domingo, 6 de abril de 2025

Metáfora herida abierta

 Silencios que escuecen


Hay silencios que no son paz, ni tregua, ni descanso. Son silencio porque no hay respuesta, porque no hay palabras, porque no hubo gesto. Y esos silencios… escuecen. Porque no son neutros, al menos para mí. Son como puertas cerradas sin explicación. 

 Cuando alguien no responde a un mensaje, no comenta una entrada que me he atrevido a compartir, especialmente si es alguien conocido que conoce la situsción , o si no contestase nadie y es muy sensible el tema y he dejado el alma  . 

 O cuando no contestan una mirada ; no devuelven una sonrisa… yo no escucho “nada”. Escucho rechazo. Escucho desaprobación. Escucho que molesté, que estuve de más, que hice mal, que no me aprecian. 

 Y lo peor es que, muchas veces, no ha pasado nada. Pero mi cabeza ya ha llenado ese vacío con sus peores guiones. Porque los silencios se convierten en espejos donde proyecto mis inseguridades. Y como no hay palabras que me corrijan, me quedo creyendo lo peor. 

 A veces desearía que la gente supiera lo que puede doler no decir nada. Que una frase breve, una reacción, un simple “te leo”, puede ser el hilo que nos sostiene en medio de la tormenta. Pero no todo el mundo vive así. No todo el mundo lo necesita. Ni lo entiende. 

 La metáfora: el silencio como herida abierta

Imagínate tener una herida en la piel. Pequeña, casi invisible. Y que cada vez que alguien pasa cerca, en lugar de curarla con una palabra o un gesto, deja que el aire la roce. No la ve, no la atiende, no la evita… simplemente no hace nada. Y ese “nada” arde. Porque tú estás abierta, y ese roce invisible lo sientes como si fuera un arañazo. 

 Así se sienten algunos silencios cuando vives con fobia social. No hacen ruido, pero duelen. No dicen nada, pero lo dicen todo. Y no puedes evitar interpretarlos como señales de desaprobación, aunque sepas que probablemente no lo sean. 

 Reflexión final

Los silencios no siempre son desprecio. Lo sé. Pero cuando tienes la sensibilidad a flor de piel, cualquier vacío se llena con miedo. Y a veces no pedimos palabras bonitas, solo presencia. Solo ese gesto que nos diga: “Estoy aquí. Te veo. Te escucho.” 

 Quizás el reto no es solo que el mundo aprenda a hablarnos, sino que nosotras aprendamos a no hacernos daño con cada ausencia. A reconocer que un silencio no tiene por qué ser castigo. Que también puede ser distracción, cansancio, timidez, incluso torpeza. Pero no necesariamente un rechazo. 

 Aun así, hay silencios que escuecen. Y eso también está bien decirlo.

sábado, 5 de abril de 2025

Meþafora La piel sin escudo



Introducción personal

A veces siento que voy por el mundo como si no tuviera piel. Como si algo tan cotidiano como una conversación ligera o una mirada fugaz pudiera atravesarme por completo. No es que los demás me hagan daño a propósito; es que yo lo siento todo… demasiado.

 Y es que hay algo en mí, una especie de sensibilidad emocional que no se apaga nunca. Es como vivir con un radar encendido todo el tiempo, captando lo que otros quizás ni perciben: un gesto tenso, una pausa incómoda, un tono apenas distinto. Lo noto todo. Y eso me descoloca. Porque cuando alguien desvía la mirada, frunce un poco el ceño o su voz cambia sutilmente, yo ya estoy interpretando que he hecho algo mal. Aunque no haya pasado nada. 

 Esta sensibilidad no es solo notar lo de fuera. También me hace sentir más profundamente por dentro. Si alguien está triste o molesto, lo siento casi como si fuera mi propio estado. Es una empatía que me desborda. Y vivir así es agotador. Porque lo que para otra persona puede pasar desapercibido, a mí me atraviesa. Me deja pensando, dándole vueltas, sintiéndolo durante horas o días. 

 La sensibilidad emocional no es una debilidad, pero en convivencia con la fobia social se convierte en una lucha constante. Porque no es solo sentir mucho, es sentir mucho y tener miedo de no estar a la altura, de ser juzgada, de decepcionar. Entonces todo se amplifica. Una mirada neutra se convierte en amenaza, un comentario ambiguo en crítica, un silencio en desaprobación. 

 La metáfora: la piel sin escudo


 Imagínate que vas por la vida sin epidermis, sin esa capa que te protege del sol, del viento o de los roces. Cada pequeño estímulo es una herida. Una palabra mal dicha, una ceja levantada, un silencio inesperado... todo escuece, arde, deja marca. No porque seas débil, sino porque estás en carne viva. 

 Así se siente la sensibilidad emocional en la fobia social: como tener una piel emocional sin escudo. Percibes los matices de cada conversación, captas las microexpresiones, el tono sutil, los cambios imperceptibles en la energía de una sala. Pero esa capacidad no te fortalece : te agobia. Porque no solo lo ves, lo absorbes. Y si lo que captas es juicio, incomodidad o rechazo —real o imaginado—, el dolor es inmediato y profundo. 

 Reflexión final

La piel sin escudo no es solo una fragilidad: también es una forma intensa de estar en el mundo. Ver más allá de lo evidente, conectar con lo emocional, sentir profundamente… puede ser un don en muchas circunstancias. Pero cuando esa sensibilidad se cruza con el miedo al juicio, se vuelve una carga pesada.

 Ojalá nos enseñaran a cuidar esa piel invisible, a poner límites sin endurecernos, a protegernos sin desconectarnos. Porque sí, somos vulnerables. Pero también profundamente humanos.



Pongo esta entrada donde estudio mi especial sensibilidad y la posible relación con la fobia social Persona altamente sensible y fobia social 


viernes, 4 de abril de 2025

Metaforas : Castillo amurallado y el regalo envuelto en sombras

 Introducción personal 

Confío con dificultad. No solo cuando hay conflictos, también cuando todo parece amable, incluso cuando alguien se comporta con cariño. A veces, esa amabilidad me desconcierta más que la frialdad. ¿Es sincera o solo una obligación social? ¿Hay algo detrás que no estoy viendo? La desconfianza no aparece solo en situaciones tensas, sino incluso en los momentos que deberían ser reconfortantes. Y cuanto más crece, más alta se hace la muralla que me separa del resto. 

 La muralla 

Vivir con fobia social es como habitar un castillo rodeado de defensas invisibles. La muralla es alta, el foso profundo, y el puente levadizo casi nunca baja. Desde las torres, observo a los demás con cautela. No porque no me importen, sino porque una parte de mí siempre espera que algo vaya mal.

 Es una defensa contra lo incierto: las interpretaciones ambiguas, los silencios, las miradas que no sé leer, las palabras que me suenan falsas aunque no lo sean. Cuando alguien se acerca, cuando intenta entrar en mi mundo, no puedo evitar preguntarme qué intenciones tiene. ¿Me dicen esto porque realmente lo sienten o porque hay que decirlo? ¿De verdad quieren compartir algo conmigo o lo hacen para no quedar mal? 

 El regalo envuelto en sombras 


 Y ahí es donde la amabilidad, ese gesto que debería aliviar, se vuelve especialmente complicada. No porque no me guste, sino porque la recibo con un filtro que la distorsiona. Como si llegara envuelta en sombras. En lugar de aceptarla como algo bonito, la analizo, la cuestiono, la desconfío.

 Una sonrisa me hace dudar. Una invitación me hace sospechar. Un cumplido me incomoda. A veces reacciono con torpeza o con una necesidad urgente de devolver el gesto, como si no pudiera simplemente aceptar sin sentir que estoy en deuda. Otras veces me alejo, incluso sin querer, porque el simple hecho de recibir algo bueno me resulta demasiado difícil de sostener. 

 Reflexión final 

Sé que no es justo para quienes se acercan con buena intención. Y tampoco lo es para mí, que me pierdo la posibilidad de sentirme querida sin sospechas. Pero la desconfianza no es algo que haya elegido. Es algo que se ha ido formando con los años, una forma de protegerme de decepciones que a veces ni siquiera han llegado. 

 No sé si algún día podré confiar . Pero quizá no se trata de derribar la muralla de golpe, sino de reconocer que está ahí, de entender por qué la levanté. Tal vez abrir una rendija sea suficiente por ahora, para que entre algo de luz y pueda, poco a poco, distinguir lo que viene con sombra de lo que viene con verdad

 Última reflexión

 La realidad es que no siempre era una exageración mía. A veces, de verdad, sí que había algo en el ambiente, en los gestos, en las palabras. Algo que no cuadraba. Que hacía bien en desconfiar.

 El castillo que me construí no fue solo una respuesta a mis miedos, también fue un intento de protegerme de lo que sí estaba ahí. Porque cuando una es tan vulnerable, cuando se mueve desde el miedo, cuando se muestra insegura y se esfuerza demasiado en agradar, es muy fácil que otros lo vean… y lo usen. Nuestra forma de ser —por necesidad, por dolor, por heridas— a veces nos deja expuestos. Y eso duele aún más. No es solo la soledad, no es solo la distancia: es que a veces el daño viene de fuera, pero entra porque ya estábamos demasiado abiertos por dentro.

 Por eso el castillo no es solo una metáfora triste. A veces ha sido necesario. A veces fue lo único que evitó que doliera aún más.

miércoles, 2 de abril de 2025

Metáfora: El Manual de la Normalidad

 

Introducción personal

Desde que tengo memoria, siempre he tenido la sensación de que los demás poseían un conocimiento del mundo que a mí me faltaba. Como si todos hubieran recibido instrucciones detalladas sobre cómo actuar en sociedad y yo, por alguna razón, no hubiera tenido acceso a ese manual. A veces lo intentaba, observaba, imitaba… pero algo siempre fallaba. 

 Por mucho que me esforzara en encajar, había cosas que simplemente no me salían de manera natural. No entendía del todo ciertas normas no escritas, sentía que mi forma de reaccionar no coincidía con la de los demás y cada interacción me generaba dudas y ansiedad. Con el tiempo, empecé a preguntarme si mi dificultad para encajar significaba que yo no era normal. 

 Desarrollo de la metáfora

Imagina que al nacer, cada persona recibe un libro llamado Manual de la Normalidad. Es un libro especial, porque no necesita ser leído: su contenido se absorbe de manera natural, como si fuera parte del instinto.

 En sus páginas están todas las reglas invisibles que hacen que las interacciones sociales fluyan sin esfuerzo. Explica cosas como cuándo hablar y cuándo callar, cómo mantener una conversación sin que se vuelva incómoda, cuánto espacio dejar entre tú y otra persona, qué tono de voz usar en cada situación.

 Para la mayoría de la gente, este manual es tan familiar que ni siquiera piensan en él. No necesitan consultarlo; simplemente saben qué hacer. Pero algunas personas no reciben su copia. 

 Sin ese manual, todo se vuelve confuso. Es como tratar de participar en un juego sin conocer las reglas, o intentar hablar en un idioma que apenas entiendes. Cada conversación es un desafío, cada interacción requiere un esfuerzo constante. Mientras los demás se comunican con fluidez, tú vas con retraso, analizando cada palabra, preguntándote si lo que dices suena bien o si acabas de cometer un error sin darte cuenta.

 No es solo que falten las instrucciones sobre qué hacer, sino que el manual también incluye normas sobre cómo sentir. Explica, por ejemplo, que es normal disfrutar de los encuentros sociales, sentirse relajado en grupo o tener ganas de salir. Pero si tú no sientes lo mismo, si en lugar de placer sientes ansiedad, si cada salida es agotadora en lugar de estimulante, empiezas a pensar que algo en ti no funciona como debería. 

 Los demás parecen tener una facilidad natural para responder con rapidez, para seguir el ritmo de las conversaciones sin dudar. Pero tú necesitas más tiempo para procesar lo que escuchas, para encontrar las palabras adecuadas, para evitar silencios incómodos. Y cuando finalmente tienes algo que decir, el momento ya ha pasado y el tema ha cambiado. 

 Así, con el tiempo, empiezas a asumir que nunca tuviste acceso al Manual de la Normalidad. O peor aún, que sí lo tuviste, pero por algún motivo no fuiste capaz de entenderlo. 

 Reflexión final

Durante años, creí que mi falta de naturalidad en lo social significaba que estaba defectuosa, que era anormal. Pero con el tiempo entendí que la normalidad es solo un conjunto de expectativas sociales que no todos tienen por qué cumplir de la misma manera.

 Quizá nunca tuve ese manual, o quizá el que me dieron estaba escrito en un idioma diferente. Pero eso no significa que mi forma de ser sea menos válida. La vida no debería reducirse a seguir un libro de reglas invisibles, sino a encontrar nuestra propia manera de existir en el mundo.