Introducción personal
A veces me pregunto cuánto daño me ha hecho callarme. No solo en momentos clave, en decisiones importantes o en situaciones sociales. Me refiero a ese silencio constante, casi crónico, que se ha instalado en mí como una segunda piel. Ese que me impide decir lo que siento, pedir lo que necesito o simplemente decir “basta”.
Recuerdo una escena concreta, tan pequeña como representativa. Estaba en una reunión familiar. Todos hablaban a la vez, contando chistes, riendo, encadenando una historia tras otra sin apenas respirar. En medio de ese barullo, se me ocurrió un chiste que pensé que les haría gracia. Me pareció divertido, incluso sentí esa chispa de ilusión de cuando una cree que puede aportar algo y que los demás van a disfrutarlo. Pero no dije nada.
Esperé mi momento, pero no llegó. No paraban de hablar. No vi hueco. Y poco a poco esa ilusión se fue apagando. Empecé a pensar que igual no hacía tanta gracia, que seguro no lo contaría bien, que interrumpir sería molesto. Y me lo tragué. Como tantas otras veces.
La metáfora
Ese tipo de silencio no es neutro. Es una forma de violencia. Silenciosa, invisible, pero profundamente destructiva. No deja moratones, pero deja huella. Es como una mordaza interior que se activa sola, que me impide expresarme y que acaba golpeando directamente en mi autoestima. Es como si cada palabra no dicha se convirtiera en una herida hacia adentro.
Y lo peor es que muchas veces viene disfrazado: parece prudencia, parece educación, incluso humildad. Pero no lo es. Es miedo. Es censura. Es una forma de desaparecer para evitar el juicio. Y a la larga, es una forma de maltrato hacia una misma. Un maltrato silencioso, pero constante.
Porque silenciarme me ha hecho invisible. Y no solo para los demás, sino para mí. Me he tragado palabras que necesitaban salir, emociones que necesitaban ser compartidas, límites que necesitaban ser puestos. Por no molestar, por no equivocarme...Y me he ido quedando sin voz en mi propia vida.
Y estos días, en los que me he sentido más frágil físicamente, ese silencio ha vuelto a doler. No tanto por lo que ha pasado fuera, sino por lo que no me he permitido decir. Por esas frases que me han herido y que no he sabido contestar, por esas situaciones injustas que he soportado sin apenas un gesto, por ese dolor que me tragué sin emitir ni un sonido. Como si ni siquiera mi malestar tuviera derecho a ocupar espacio
Reflexión final
Callar no siempre es una elección. A veces es una defensa aprendida, una reacción automática. Pero hay que nombrarlo por lo que es: una forma de violencia. Una que se cuela en lo cotidiano, en lo más íntimo, en lo aparentemente inofensivo
.
No tengo una conclusión feliz. No voy a decir que ahora siempre hablo, que ya lo he superado, que mi voz es firme y clara. No sería verdad. Pero sí he empezado a escuchar ese silencio. A entender su origen. A rebelarme contra él, aunque sea en pequeños gestos: escribir esto, por ejemplo. O atreverme a decir "no estoy bien" cuando me preguntan.
Quizá el primer paso para romper esa violencia sea reconocerla. Y dejar de normalizarla.
Desde que tuve hace más de un año una crisis de pánico muy fuerte, estuve tomando antipsicóticos etc... Me pasa lo mismo. Siempre o casi estoy en silencio y es tal como tú describes una destrucción, poco a poco, pero que no puedo cambiar. Gracias por la publicación
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario
ResponderEliminar