La inseguridad no es solo un rasgo. En la fobia social se convierte en algo más profundo, más estructural, como si te condicionara desde dentro. A veces no parece gran cosa desde fuera, pero lo cierto es que puede llegar a marcar cada decisión, cada palabra, cada silencio. No sabes si estás molestando, si estás haciendo el ridículo, si tienes derecho a negarte, a ponerte firme, a incomodarte.
He vivido situaciones en las que alguien insistía más de la cuenta. Por ejemplo, un chico que no paró hasta darme su número de teléfono. No me apetecía, pero al final lo acepté solo para que me dejara tranquila. O aquella vez en un autobús, en la que alguien empezó hablando de forma normal, pero poco a poco el tono cambió y se volvió incómodo, incluso insinuante. Me sentí atrapada. No supe cómo cortarlo sin quedar mal, sin parecer borde, sin hacer algo que luego me pesara más.
Y lo peor vino después, en silencio, cuando me preguntaba si había sido culpa mía por no frenar la conversación a tiempo. Me decía: “Has dado pie a que hablara, y ahora ¿qué vas a hacer?” Era mi propia mente la que me juzgaba, como si yo misma hubiera provocado una situación que en realidad no había buscado.
Caminar sobre un puente de cuerdas
La inseguridad en la fobia social es como caminar sobre un puente de cuerdas. Uno de esos que cuelgan entre dos puntos, balanceándose al menor movimiento. Sientes que cualquier paso en falso puede hacerte caer. No sabes si avanzar, si retroceder o si quedarte quieta esperando que nada se rompa.
Y lo más duro es cuando alguien se te acerca en ese puente. No sabes si puedes pedirle que mantenga la distancia. Temes que si lo haces, te juzgue, te rechace o incluso te empuje, aunque sea sin querer. Entonces dejas que se acerque más de lo que querrías, aunque cada paso suyo hace que el puente tiemble aún más bajo tus pies.
La inseguridad no solo te impide poner límites. Te hace cuestionar si siquiera tienes derecho a hacerlo. Y cuando alguien cruza esa línea, es como si el temblor del puente se multiplicara dentro de ti. No por lo que el otro hace, sino por lo que tú no te atreves a hacer.
Reflexión final
Durante mucho tiempo pensé que lo mío era una forma de torpeza social, como si me faltara algo que los demás sí tenían. Pero no era torpeza. Era miedo. Era inseguridad. Y sobre todo, era la sensación de que no tenía derecho a incomodar a nadie, ni siquiera cuando alguien me incomodaba a mí.
Hoy lo entiendo un poco mejor. Entiendo que esas reacciones no son fallos personales, sino consecuencias de una herida. Y que si me paralizo, no es porque sea débil, sino porque durante años aprendí a sobrevivir sin molestar, sin alzar la voz, sin interrumpir.
No siempre sabré cómo reaccionar. A veces seguiré dudando de si tengo razón o no. Pero poco a poco, quiero aprender a ponerme de mi parte. A no juzgarme por haberme callado. A no pensar que fui yo la que hizo algo mal por no saber qué hacer.
Porque la inseguridad no soy yo. Es solo el puente inestable por el que a veces tengo que caminar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario