Confío con dificultad. No solo cuando hay conflictos, también cuando todo parece amable, incluso cuando alguien se comporta con cariño. A veces, esa amabilidad me desconcierta más que la frialdad. ¿Es sincera o solo una obligación social? ¿Hay algo detrás que no estoy viendo? La desconfianza no aparece solo en situaciones tensas, sino incluso en los momentos que deberían ser reconfortantes. Y cuanto más crece, más alta se hace la muralla que me separa del resto.
La muralla
Vivir con fobia social es como habitar un castillo rodeado de defensas invisibles. La muralla es alta, el foso profundo, y el puente levadizo casi nunca baja. Desde las torres, observo a los demás con cautela. No porque no me importen, sino porque una parte de mí siempre espera que algo vaya mal.
Es una defensa contra lo incierto: las interpretaciones ambiguas, los silencios, las miradas que no sé leer, las palabras que me suenan falsas aunque no lo sean. Cuando alguien se acerca, cuando intenta entrar en mi mundo, no puedo evitar preguntarme qué intenciones tiene. ¿Me dicen esto porque realmente lo sienten o porque hay que decirlo? ¿De verdad quieren compartir algo conmigo o lo hacen para no quedar mal?
El regalo envuelto en sombras
Y ahí es donde la amabilidad, ese gesto que debería aliviar, se vuelve especialmente complicada. No porque no me guste, sino porque la recibo con un filtro que la distorsiona. Como si llegara envuelta en sombras. En lugar de aceptarla como algo bonito, la analizo, la cuestiono, la desconfío.
Una sonrisa me hace dudar. Una invitación me hace sospechar. Un cumplido me incomoda. A veces reacciono con torpeza o con una necesidad urgente de devolver el gesto, como si no pudiera simplemente aceptar sin sentir que estoy en deuda. Otras veces me alejo, incluso sin querer, porque el simple hecho de recibir algo bueno me resulta demasiado difícil de sostener.
Reflexión final
Sé que no es justo para quienes se acercan con buena intención. Y tampoco lo es para mí, que me pierdo la posibilidad de sentirme querida sin sospechas. Pero la desconfianza no es algo que haya elegido. Es algo que se ha ido formando con los años, una forma de protegerme de decepciones que a veces ni siquiera han llegado.
No sé si algún día podré confiar . Pero quizá no se trata de derribar la muralla de golpe, sino de reconocer que está ahí, de entender por qué la levanté. Tal vez abrir una rendija sea suficiente por ahora, para que entre algo de luz y pueda, poco a poco, distinguir lo que viene con sombra de lo que viene con verdad
Última reflexión
La realidad es que no siempre era una exageración mía. A veces, de verdad, sí que había algo en el ambiente, en los gestos, en las palabras. Algo que no cuadraba. Que hacía bien en desconfiar.
El castillo que me construí no fue solo una respuesta a mis miedos, también fue un intento de protegerme de lo que sí estaba ahí. Porque cuando una es tan vulnerable, cuando se mueve desde el miedo, cuando se muestra insegura y se esfuerza demasiado en agradar, es muy fácil que otros lo vean… y lo usen. Nuestra forma de ser —por necesidad, por dolor, por heridas— a veces nos deja expuestos. Y eso duele aún más. No es solo la soledad, no es solo la distancia: es que a veces el daño viene de fuera, pero entra porque ya estábamos demasiado abiertos por dentro.
Por eso el castillo no es solo una metáfora triste. A veces ha sido necesario. A veces fue lo único que evitó que doliera aún más.
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