INTRODUCCIÓN
Pedir en un bar te acercas, pides, y te sirven. Punto. Pero no: para algunas personas, eso es como meterse en una prueba de supervivencia. Y no porque el bar esté lleno, ni porque la caña esté caliente. El problema es tener que hablar, hacerte notar, ser claro… todo eso que para muchos es automático y para otros, directamente, es un deporte extremo. Así que si alguna vez has sentido que pedir en un bar te sube las pulsaciones más que una clase de spinning, tranquila: no eres la única.
Pedir en un bar: una actividad de riesgo
Pedir algo en un bar no parece gran cosa. Para la mayoría, claro. Para mí, es una gincana social con obstáculos invisibles.
Lo primero: hablar lo suficientemente alto para que te oigan. Parece fácil. Pero no lo es cuando tienes una voz de volumen “modo susurro” y una confianza nivel “mejor que no me vean”.
Así que ahí estoy, acercándome a la barra, buscando el momento exacto en el que nadie hable, nadie pida, nadie respire fuerte. Eso no pasa nunca. Siempre hay ruido, prisas y alguien que se cuela sin ningún tipo de remordimiento. Y tú, por no molestar, te quedas en segundo plano, con cara de “no tengo prisa, soy solo una planta decorativa”.
Y cuando por fin crees que es tu turno, te adelanta otro. Normal. Tú no habías hecho el gesto claro, ni habías gritado “¡una caña, por favor!” con seguridad de película. Has dicho algo tipo “perdona...” mirando al suelo, con voz de persona que se está disculpando por existir.
Si consigues pedir, ya es un logro. Si te entienden a la primera, un milagro. Y si no se cuela nadie mientras esperas la bebida, directamente un premio a la resistencia emocional. Porque pedir en un bar, cuando tienes fobia social, es como ir a una batalla con una cucharilla de postre. Y aun así, ahí estás. Dándolo todo. Bueno, todo lo que puedes sin perder la dignidad por el camino.
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