Se cierra la puerta. Quedamos solos. La otra persona se acomoda en la silla. Yo empiezo a sudar. No por el calor, sino porque esto activa el modo “incomodidad máxima”. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Se habla? ¿Se espera? ¿Se mira al infinito?
Hay que hablar? ¿O es mejor quedarse callada para no incomodar? Porque el silencio puede ser incómodo... pero abrir la boca también. Empiezo a pensar temas: el tiempo, lo que sea. Pero todo me suena forzado incluso antes de decirlo.
Y entonces, lo peor: contacto visual. Esa mirada de “bueno, ¿y ahora qué?”. En mi cabeza suena una alarma. ¿Digo algo o finjo que estoy muy concentrada en mirar al vacío?
Si saco un tema, me da miedo que la conversación muera a los 10 segundos. “¿Qué tal el día?” “Bien.” Punto. Y ya está. La angustia aumenta y empiezo a pensar que debería haber fingido una llamada de urgencia o irme al baño.
Y si la otra persona tampoco dice nada, entramos en ese limbo social donde ambos nos hacemos los interesados en cualquier cosa: una pared, una planta, una mota de polvo.
Lo más ridículo es que desde fuera parece algo mínimo, pero por dentro estoy haciendo malabares mentales para parecer tranquila y normal. Y no lo estoy.
Y luego llega el clásico: “¿Por qué estás tan callada?” Que encima te lo dicen como si no te hubieras dado cuenta. Ahí ya solo me queda sonreír y decir: “No, nada, estoy bien”. Y por dentro estoy gritando.
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