Introducción personal.
A veces me pasa que quiero decir algo sencillo, algo pequeño, y me quedo en blanco. O peor: lo intento y las palabras se enredan, suenan torpes, lejanas a lo que en realidad quería transmitir. Como si tuviera que traducirlo todo desde un idioma que solo yo entiendo.
Metáfora
Con fobia social, hablar se parece mucho a vivir en otro país sin haber aprendido bien la lengua. Ves a los demás comunicarse con fluidez, usar sus gestos y sus silencios como si formaran parte de una coreografía que tú no conoces. Y tú te ves ahí, intentando encajar una frase, temiendo usar la palabra equivocada, con la sensación de que cualquier error te va a dejar expuesta para siempre.
Hay días en los que ni siquiera intento hablar. Me vuelvo extranjera también en mi propio cuerpo. Es más fácil asentir, escuchar, fingir que entiendo todo, aunque por dentro me esté diciendo cosas que no me atrevo a traducir.
Y no es que no sepa hablar. Sé hacerlo. Lo que pasa es que el miedo cambia el idioma. Las palabras ya no fluyen cuando siento que me observan. Me encierro en traducciones mentales, en dudas que no tendría si no me sintiera tan vulnerable.
No nos entienden
- Porque ellos hablan el idioma con confianza y sin pensarlo. Y nosotros no.
- Nosotros hablamos desde la inseguridad, desde la vigilancia constante, desde un idioma que siempre está a punto de fallar.
- Usamos palabras distintas para sentimientos similares, pero no lo saben.
Por ejemplo:
- Cuando decimos “me agobia”, quizás queremos decir “me da miedo”.
- Si decimos “no me apetece”, a veces lo que queremos decir es “no puedo con la ansiedad que me provoca”.
- Cuando decimos “estoy cansada”, muchas veces queremos decir “estoy agotada de fingir que todo va bien”.
- “No me encuentro bien” puede significar “siento que no voy a poder con esto y no sé cómo explicarlo sin parecer débil”.
- “Me cuesta” puede ser “me paraliza, pero me da vergüenza decirlo así”.
- Y “no quiero ir” puede querer decir “me muero de ganas de poder hacerlo, pero el miedo me bloquea”.
Ellos interpretan esas palabras desde su idioma, no desde el nuestro. Y cuando algo no encaja, en lugar de preguntar, corrigen. Nos dicen que exageramos, que lo hacemos difícil, que no puede ser tan complicado.
Pero no ven el diccionario invisible que tenemos que consultar antes de hablar, ni el peso de cada palabra elegida, ni el esfuerzo por no equivocarnos.
No nos entienden porque lo nuestro no suena como lo suyo. No porque sea menos válido, sino porque es otra lengua. Una lengua con acento de miedo, con pausas que no son dudas, sino heridas. Una lengua que nació como defensa.
A veces pienso que lo difícil no es hablar, sino sentir que hablar no va a suponer un riesgo. Y que quien me escuche no me va a corregir, juzgar o despreciar por no decirlo “bien”.
No es que no tenga voz. Es que durante mucho tiempo he tenido que traducirme para sobrevivir. Pero eso también cansa. Y ojalá, poco a poco, pueda ir soltando este idioma extranjero y reconocer el mío, sin miedo. Que me escuchen, aunque no pronuncie perfecto. Que entiendan que lo que intento decir es más grande que mis palabras.
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