Hay silencios que no son paz, ni tregua, ni descanso. Son silencio porque no hay respuesta, porque no hay palabras, porque no hubo gesto. Y esos silencios… escuecen. Porque no son neutros, al menos para mí. Son como puertas cerradas sin explicación.
Cuando alguien no responde a un mensaje, no comenta una entrada que me he atrevido a compartir, especialmente si es alguien conocido que conoce la situsción , o si no contestase nadie y es muy sensible el tema y he dejado el alma .
O cuando no contestan una mirada ; no devuelven una sonrisa… yo no escucho “nada”. Escucho rechazo. Escucho desaprobación. Escucho que molesté, que estuve de más, que hice mal, que no me aprecian.
Y lo peor es que, muchas veces, no ha pasado nada. Pero mi cabeza ya ha llenado ese vacío con sus peores guiones. Porque los silencios se convierten en espejos donde proyecto mis inseguridades. Y como no hay palabras que me corrijan, me quedo creyendo lo peor.
A veces desearía que la gente supiera lo que puede doler no decir nada. Que una frase breve, una reacción, un simple “te leo”, puede ser el hilo que nos sostiene en medio de la tormenta. Pero no todo el mundo vive así. No todo el mundo lo necesita. Ni lo entiende.
La metáfora: el silencio como herida abierta
Imagínate tener una herida en la piel. Pequeña, casi invisible. Y que cada vez que alguien pasa cerca, en lugar de curarla con una palabra o un gesto, deja que el aire la roce. No la ve, no la atiende, no la evita… simplemente no hace nada. Y ese “nada” arde. Porque tú estás abierta, y ese roce invisible lo sientes como si fuera un arañazo.
Así se sienten algunos silencios cuando vives con fobia social. No hacen ruido, pero duelen. No dicen nada, pero lo dicen todo. Y no puedes evitar interpretarlos como señales de desaprobación, aunque sepas que probablemente no lo sean.
Reflexión final
Los silencios no siempre son desprecio. Lo sé. Pero cuando tienes la sensibilidad a flor de piel, cualquier vacío se llena con miedo. Y a veces no pedimos palabras bonitas, solo presencia. Solo ese gesto que nos diga: “Estoy aquí. Te veo. Te escucho.”
Quizás el reto no es solo que el mundo aprenda a hablarnos, sino que nosotras aprendamos a no hacernos daño con cada ausencia. A reconocer que un silencio no tiene por qué ser castigo. Que también puede ser distracción, cansancio, timidez, incluso torpeza. Pero no necesariamente un rechazo.
Aun así, hay silencios que escuecen. Y eso también está bien decirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario