COMPARTIR

lunes, 9 de junio de 2025

Metáfora : Los pasos en la nieve



Introducción personal


Hay días en los que cada paso que doy se siente como una decisión trascendental. No importa si es un gesto pequeño o una palabra casual; todo parece dejar una huella imborrable. Es como si caminara sobre un campo de nieve recién caída, donde cada movimiento marca el paisaje, y no hay forma de retroceder sin evidenciar mi presencia.


La metáfora


La fobia social se asemeja a caminar sobre nieve virgen: cada paso deja una marca visible, y la blancura inmaculada amplifica la sensación de exposición. Siento que todos pueden ver mis huellas, juzgar su dirección, profundidad o torpeza. Esta percepción constante de ser observada y evaluada me lleva a cuestionar cada acción, a veces hasta el punto de preferir no moverme, no avanzar, para evitar dejar rastro alguno.


Reflexión final


Con el tiempo, he aprendido que, aunque la nieve se derrite y las huellas desaparecen, la memoria de esos pasos persiste en mi mente. No se trata de buscar finales felices o soluciones rápidas, sino de reconocer y validar la experiencia. Entender que cada paso, por pequeño que sea, es un acto significativo en un camino que no siempre es visible para los demás. Y aunque no siempre encuentre respuestas, sé que no estoy sola en este sendero.

viernes, 6 de junio de 2025

Lo que no se ve: Metáfora : la capa invisible



Introducción personal

A veces tengo la sensación de que camino por el mundo como si llevara un velo que me cubre sin dejarme mostrarme del todo. Me veo a mí misma desde fuera, hablando con esfuerzo, disimulando gestos, midiendo palabras. Y sé que la mayoría de la gente ni se da cuenta de mi esfuerzo y lo que más pesa… es lo que no se ve.

Metáfora: La capa invisible

La fobia social es como una capa invisible. No suena, no se nota, pasa desapercibido . Pero está ahí. Me acompaña en cada conversación, en cada mirada, en cada paso que doy fuera de casa. Me hace revisar lo que digo una y otra vez, aunque ya haya pasado una semana. Me obliga a fingir calma cuando por dentro tiemblo. Me impide mostrar espontaneidad, aunque por dentro me muera de ganas de conectar. Y como nadie ve todo ese esfuerzo, a veces siento que tampoco ven lo que soy.

Porque lo que no se ve no se valora. Lo que no se ve no se entiende. Y entonces llegan los “es que no pareces tímida”, o los “no será para tanto”, como si mi esfuerzo diario por parecer normal borrara de un plumazo todo el sufrimiento que hay detrás. Pero yo sé lo que me cuesta. Yo sé lo que callo. Lo que me obligo a hacer. Lo que me reprimo por miedo. Y aunque no se vea, está.

Reflexión

Quizá por eso me empeño en escribir, en poner palabras donde otros no miran. Para darle forma a todo lo que no se ve. Porque la fobia social se lleva a cuestas, silenciosa e invisible para quienes la miran desde fuera. No se ve, no se comprende… pero existe. Y merece ser contada.

¿.

martes, 3 de junio de 2025

Las decisiones que la fobia social toma por mí



¿Qué estudio? ¿En qué trabajo?

Las elecciones académicas y laborales suelen estar condicionadas por la fobia social. No se trata solo de intereses o habilidades, sino de la evitación de situaciones que generen ansiedad. Tal vez querría estudiar algo que implique interacción constante con personas, pero lo descarto porque no me veo capaz de enfrentarlo. O elijo un trabajo con menos exposición social, aunque no sea el que más me guste.

Yo, por ejemplo, estudié una carrera porque íbamos tres conocidas del instituto. Me agobiaba encontrarme entre desconocidos aunque todos estuvieran en la misma situación. Y dejé pasar mi vocación: trabajar con niños y estudiar magisterio con especialidad en los pequeños. Pero nadie se fue por ahí y yo sola no me atreví.

Pedir ayuda: el obstáculo invisible

A veces, la decisión de no hacer algo no es por falta de ganas, sino porque implica pedir ayuda. Preguntar una dirección en la calle, solicitar información en una oficina, hablar con un profesor, llamar para pedir una cita médica… Son cosas sencillas para otros, pero un muro para alguien con fobia social. Así, la vida se llena de soluciones alternativas o de problemas que no se resuelven.

El ocio como terreno restringido

Las actividades de ocio también están marcadas por la fobia social. No es solo cuestión de gustos, sino de lo que genere menos ansiedad. Tal vez me gustaría ir a una fiesta, pero el solo hecho de imaginar la interacción con desconocidos hace que lo descarte. Se terminan eligiendo actividades solitarias, incluso si en el fondo hay ganas de algo más.

Tomar decisiones en grupo: el peso del silencio

Cuando hay que decidir algo con otras personas, la fobia social puede silenciarme. No porque no tenga opinión, sino porque expresarla me genera tensión. Decir “prefiero esto” o “no quiero aquello” puede parecer fácil, pero en mi cabeza hay muchas barreras: ¿y si molesto?, ¿y si piensan que soy rara?, ¿y si mi opinión no vale? Y así, las decisiones las toman otros.

Qué ropa usar

No siempre elijo la ropa que realmente me gusta, sino la que me haga sentir menos observada. Evito colores llamativos, prendas ajustadas o cualquier cosa que pueda hacer que alguien se fije en mí. No es cuestión de estilo, sino de pasar desapercibida.

Dónde y cuándo salir

Si tengo que salir, intento hacerlo cuando haya menos gente en la calle o en lugares donde sea menos probable cruzarme con conocidos. A veces, cambio mis horarios o rutas para evitar interacciones inesperadas.

Cuánto y cómo hablo

No es que no tenga nada que decir, pero muchas veces decido callarme por miedo a equivocarme, a no ser interesante o a que mi voz tiemble. O hablo poco y de manera calculada para no llamar la atención.

Qué contactos mantengo

Hay amistades o relaciones que se van perdiendo porque el simple hecho de mantener el contacto me resulta angustiante. No es desinterés, es que escribir, llamar o proponer quedar implica una ansiedad que a veces prefiero evitar.

Cuándo y cómo demostrar emociones

Reír, mostrar entusiasmo, expresar tristeza… todo esto implica exposición. A veces decido no hacerlo, aunque lo sienta, porque temo que los demás lo juzguen o lo malinterpreten.

Si pido o no lo que necesito

Desde reclamar algo en una tienda hasta pedir ayuda o incluso decir que algo me molesta. En lugar de hacer valer mis necesidades, muchas veces decido adaptarme a los demás para evitar confrontaciones o situaciones incómodas.

Qué experiencias me permito vivir

No es solo que no pueda hacer ciertas cosas, sino que ni siquiera me las permito desear. Viajar sola, probar una actividad nueva, apuntarme a un curso… a veces, la decisión ya está tomada antes de que siquiera me lo plantee, porque en mi mente no es una opción realista.

Una vida moldeada por el miedo

No siempre me doy cuenta de hasta qué punto la fobia social ha decidido por mí. A veces, solo años después veo las oportunidades que dejé pasar, las cosas que podría haber intentado si el miedo no hubiera estado ahí. No es simplemente que me afecte en momentos puntuales, sino que va moldeando el camino, a veces sin que lo note, hasta que miro atrás y veo todas las bifurcaciones donde elegí la vía más segura, aunque no fuera la que realmente quería.

La fobia social no solo impide hablar o salir, sino que determina qué vida termino viviendo.


domingo, 1 de junio de 2025

Metáfora: La pieza que no encaja: sentimiento de insdecuación



Hay momentos en los que no me siento simplemente apartada o incómoda. Me siento fuera de lugar. Como si hubiera una estructura social, una especie de plano que todo el mundo entiende, y yo no hubiera sido diseñada para encajar en él. No se trata solo de no saber qué decir o cómo actuar. Es más profundo. Es esa sensación persistente de que algo en mí es incompatible con lo que me rodea.

La metáfora que mejor representa esto para mí es la de una pieza que no encaja.

Es como si todo el mundo fuera parte de un puzle. Cada persona tiene su hueco, su forma, su encaje natural con los demás. Y yo también soy una pieza, pero no pertenezco a ese mismo puzle. No es que me falte algo, ni que esté incompleta. Es que mi forma no coincide con ninguna de las ranuras del tablero. Lo intento una y otra vez, con cuidado, buscando mi sitio, pero no hay hueco donde encaje bien. A veces incluso fuerzo un poco, tratando de adaptarme, pero solo consigo sentirme más fuera de lugar.

Esta metáfora me ayuda a poner nombre a una emoción concreta: la sensación de inadecuación.

No se trata solo de no gustar a los demás o de que no me acepten. Es algo más interno: sentir que, simplemente, no estoy hecha para esto. Para hablar con soltura. Para estar tranquila en una reunión. Para formar parte de un grupo sin miedo ni tensión. No porque me falte valor o porque no lo intente. Es más bien como si hubiera una incompatibilidad entre cómo soy por dentro y lo que se espera socialmente.

Entenderlo no lo arregla, pero al menos me permite respirar un poco.

Ponerle palabras, aunque haga daño, hace que me sienta menos perdida. No soluciona nada de inmediato, pero al menos me recuerda que esto que siento tiene sentido. Y que no soy la única que se ha sentido así.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Metáfora: La antena descompasada



Introducción personal
 

 A veces siento que tengo una antena en la cabeza, como si mi mente estuviera todo el tiempo sintonizando a los demás, tratando de captar señales invisibles que me indiquen si estoy cayendo bien, si he dicho algo que no debía, si alguien me está juzgando en silencio. Pero esa antena está descompasada. Recibe interferencias, capta cosas que a veces no existen, y me deja agotada intentando descifrar lo indescifrable.

 Metáfora; Antena descompensada 

 En esta metáfora, la fobia social es como una antena hipersensible. Está siempre alerta, escaneando el entorno social en busca de posibles amenazas, de gestos mínimos, de tonos de voz, de silencios. Pero no funciona del todo bien. A veces interpreta como rechazo lo que no lo es, se inventa señales, sobredimensiona miradas o pausas. Es como si el aparato estuviera programado para detectar peligro incluso cuando no lo hay. 

 Y lo peor es que no se puede apagar. Esa sintonía constante me hace sentir expuesta, confundida, insegura. Me obliga a estar siempre vigilante, incluso cuando solo estoy saludando o haciendo una pregunta sencilla.

 Reflexión.

 Lo difícil es confiar en lo que de verdad está ocurriendo cuando tu propia antena te traiciona. Cuando no sabes si lo que estás sintiendo viene de fuera o es una distorsión interna. Ojalá pudiera, al menos a ratos, apagarla.

lunes, 26 de mayo de 2025

Metáfora: La lluvia silenciosa: No estoy mal, pero no estoy bien



Introducción personal

A veces me pasa que me encierro sin darme cuenta. Me alejo incluso de personas con las que me siento bien. No es que haya ocurrido algo, no hay una discusión ni un motivo claro. Solo noto que me voy apagando por dentro, como si algo invisible me envolviera y necesitara estar sola, muy sola, durante un tiempo. Es una especie de pausa, una retirada suave. Y aunque desde fuera pueda parecer frialdad o desgana, por dentro hay un torbellino de cosas que no sé explicar.

Metáfora

Creo que este estado se parece mucho a una llovizna silenciosa. No es una tormenta con rayos y truenos, no hay drama. Es solo esa lluvia fina y constante que te va empapando sin hacer ruido. Una que te cala aunque al principio parezca inofensiva. Así es esa tristeza suave, persistente, que a veces llega sin anunciarse y que te va cambiando el ánimo poco a poco, sin que puedas evitarlo.

Durante esa llovizna emocional me repliego. Me cuesta mantener conversaciones, aunque quiera. Me canso de responder mensajes, de explicar cómo me siento, incluso de pensar. Es como si esa lluvia interior me empujara hacia dentro, hacia mi refugio, y desde ahí observo el mundo con una mezcla de distancia y deseo. Quiero estar cerca, pero no puedo. Quiero que me entiendan, pero no sé cómo expresarlo.

Y este replegarme no es una decisión consciente. A veces nace del miedo a decepcionar, otras del temor a que no me entiendan o de la vergüenza por sentirme así sin motivo aparente. Me retiro antes de que alguien me lo pida. Me oculto por si acaso.

¿Qué representa la llovizna?

Esta llovizna no es depresión ni un bloqueo total. Es más bien un estado emocional leve pero persistente, que a muchas personas con fobia social nos atraviesa de forma cíclica. No siempre tiene una causa visible. A veces basta un cambio en el entorno, una conversación que no fue como esperábamos o simplemente un agotamiento emocional acumulado.

No se trata de tristeza profunda, pero sí de un estado gris, nublado. Un bajón emocional que puede durar unas horas, o varios días, y que nos lleva a necesitar silencio, espacio, desconexión. Lo difícil es que desde fuera puede no parecer nada. Pero por dentro se nota. Y cuando una está en medio de esa llovizna, cuesta incluso recordar cómo era sentirse bien.


Metáfora : El volcán bajo el hielo. Sentimientos y emociones de una persona con fobia social



Introducción personal

A veces me han dicho que parezco tranquila. Que tengo un aire sereno, como si nada me afectara. Me lo han dicho incluso en momentos en los que sentía que me deshacía por dentro. Es curioso cómo podemos transmitir una imagen tan alejada de lo que sentimos. Supongo que muchas personas con fobia social se sentirán identificadas con eso: con el esfuerzo por parecer "normales", por disimular el caos interno, por no mostrar el temblor que se esconde tras cada palabra.

Esta metáfora, el volcán bajo el hielo, nació un día en que me pregunté cómo era posible que otros no vieran lo que pasaba dentro de mí. Y entonces entendí: porque está cubierto de hielo. Pero eso no significa que no arda.

El volcán bajo el hielo

Imagina un paisaje ártico, frío, silencioso. Todo parece en calma, inmóvil. En la superficie, no hay señales de peligro: ni humo, ni grietas, ni calor. Pero bajo ese hielo aparentemente eterno, hay un volcán. Uno que no ha dejado de latir desde hace tiempo.

Cada estímulo social —una mirada que se prolonga, una palabra que no sabemos cómo interpretar, un silencio incómodo— es como un leve crujido en el hielo. No lo rompe, pero avisa. Y el volcán lo nota. Se agita.

Esa es la vida emocional con fobia social: una continua contención. La ansiedad se acumula, la inseguridad se condensa, la vergüenza hierve, pero todo queda sepultado bajo capas de autocontrol. Desde fuera, tal vez se vea a una persona fría, distante, reservada. Pero dentro, lo que hay es miedo. Mucho miedo. Emociones intensas que no se expresan por temor a no ser comprendidas, a ser juzgadas, a parecer débiles.

A veces el hielo se agrieta. Cuando la presión es demasiada. Entonces surge una explosión emocional inesperada: llanto, parálisis, ira, bloqueo. Y desde fuera puede parecer desproporcionado. Pero no es algo que acaba de empezar: es algo que llevaba tiempo acumulándose en silencio.

Reflexión final

La fobia social no es una falta de emociones, es su exceso. No es frialdad, es contención. Quien la vive muchas veces se ha convertido en experta en esconder lo que siente, porque mostrarlo le ha traído consecuencias dolorosas. Pero ese volcán sigue ahí. Y quizá lo que más necesitamos no es que alguien rompa el hielo desde fuera, sino que nos mire sabiendo que bajo esa superficie hay vida. Mucha vida. Y miedo, sí. Pero también ganas de ser entendidas sin tener que estallar.


viernes, 23 de mayo de 2025

Metáfora: Caminar descalza sobre cristales invisibles. Qué se siente viviendo con fobia social



Introducción personal

A veces me pregunto cómo explicarle a alguien lo que siento cuando estoy en una situación social. No hablo de un momento concreto ni de una escena especialmente difícil, sino de lo que me pasa por dentro en casi cualquier encuentro con otras personas. Porque no se ve, pero se siente. Y duele. Si tuviera que explicarlo con una imagen, diría que tener fobia social es como caminar descalza sobre cristales invisibles.

Metáfora

Camino. Me esfuerzo por seguir adelante. Hago lo que se espera de mí: estar, hablar, contestar, sonreír… pero cada paso es una herida. Cada palabra me puede cortar. Cada gesto, cada mirada, cada silencio, puede ser un cristal afilado. Nadie los ve. Para los demás, el suelo es liso y firme. Para mí, está lleno de fragmentos afilados que me pinchan y me hacen sangrar por dentro. Y lo peor es que no puedo señalar nada: si digo lo que siento, pareceré exagerada, hipersensible o directamente ridícula. Así que callo, aguanto, y sigo caminando.

Lo invisible es parte del problema. Porque si esos cristales se vieran, tal vez los demás entenderían por qué me cuesta tanto hacer cosas que parecen tan simples. Tal vez se darían cuenta de que no es debilidad, ni falta de voluntad. Es dolor. Dolor que no se ve, pero que está. Y que desgasta.

No es solo miedo a hacer el ridículo, ni vergüenza. Es esa tensión constante de saber que en cualquier momento algo me va a hacer daño. Un comentario inesperado. Una risa que no entiendo. Un cambio de tono. Todo puede herir. Todo puede ser un cristal más bajo mis pies.

Reflexión

Caminar descalza sobre cristales invisibles no es una elección. Es lo que me ha tocado. Y sigo andando, a veces más despacio, a veces con más miedo. Pero no por eso dejo de avanzar. Aunque duela. Aunque nadie lo vea.


miércoles, 21 de mayo de 2025

Metáfora : El tren que sigue su camino



Introducción personal

A veces me siento en una estación, esperando un tren que no sé si va a venir. Otras veces, simplemente no sé si me atreveré a subirme cuando llegue. La fobia social es eso para mí: esperar. No desde la calma, sino desde la duda, la ansiedad, la sensación constante de estar en pausa mientras la vida parece seguir para los demás. Es como si todo tuviera un ritmo que no encaja con el mío, como si me hubieran dejado en un andén donde los trenes no se detienen o, si lo hacen, no son para mí.

La metáfora

La vida es como un tren. Un tren que avanza, se detiene, cambia de vía, se retrasa, y a veces no llega cuando lo esperas. Hay personas que se suben con facilidad, como si fuera algo natural. Pero para mí, cada tren es una incógnita. Cada uno representa una decisión, un esfuerzo, una exposición. Coger el tren no es solo “hacer algo”, es enfrentarse al miedo a fracasar, al miedo a no saber estar, al miedo a no poder volver atrás si algo va mal.

Subirme al tren implica dejar mi refugio, aunque solo sea durante unos minutos. Las paradas no siempre son descansos. Para quienes vivimos con fobia social, a veces son bloqueos. Momentos en los que nos quedamos congeladas, incapaces de avanzar ni retroceder. Son días que pasan sin nada, solo con el ruido de fondo del mundo que sigue sin ti. El retraso no es solo del tren: es una forma de vida. Te esfuerzas, haces lo que puedes, y aun así sientes que todo llega tarde, o que tú llegas tarde a todo.

Cambiar de vía puede parecer una oportunidad, pero también puede ser una desorientación. Cuando todo cambia a tu alrededor ,una rutina, un tratamiento, una persona cercana, no es fácil adaptarse. A veces parece que cada pequeño cambio exige una energía que no tienes. Como si para otras personas el tren cambiara suavemente de vía… y para ti descarrilara un poco cada vez.

Y luego está eso de moverse de vagón en vagón. Para mí, es algo inalcanzable muchas veces. Significa cambiar de ambiente, de rol, de contexto. Hablar con alguien nuevo, participar, exponerte a lo desconocido. Hay personas que se sienten seguras donde sea que vayan. Yo a veces solo intento mantenerme en mi sitio, con el corazón latiendo fuerte, esperando que nadie me mire, que nadie me pregunte, que nadie espere algo de mí. Respirar ya es suficiente.

Bajarme antes de tiempo también es parte del viaje. No es rendirse, aunque lo parezca desde fuera. Es protegerte. Es decir “hasta aquí puedo llegar hoy”. Porque aunque no llegue al destino que tenía en mente, he recorrido parte del camino. Y eso también cuenta, aunque nadie lo vea.

Y luego están esos trenes que dejé pasar. Esos trenes llenos de oportunidades que no pude aprovechar por miedo. Los estudios que dejé atrás, los trabajos que rechacé, las experiencias que perdí. A veces siento que esos trenes se alejan de mí, llevándose consigo lo que podría haber sido. Y aunque no siempre los vea, sé que algunos seguirán pasando, dejando huellas de lo que podría haber sido, de lo que ya no será. La fobia social se convierte en esa barrera invisible que me impide subir, que me hace pensar que cada oportunidad es un tren que se va, y yo solo puedo mirar cómo se aleja, sabiendo que no pude o no supe cómo tomarlo.

Reflexión final

Cada trayecto tiene sentido, incluso cuando no lo parece. Avanzar no siempre es cambiar de ciudad o de vida; a veces es simplemente atreverse a esperar, a mantenerse en pie cuando todo en ti quiere huir. El tren sigue su camino, y aunque no siempre lo vea, yo también.

Seguir adelante no significa ir deprisa. Significa no rendirse del todo. Significa volver a la estación una vez más, con el miedo a cuestas, con la incertidumbre, con las manos temblando, y decirte que quizás hoy tampoco sea el día… pero que aún estás aquí. Y eso, para nosotras, ya es mucho.

lunes, 19 de mayo de 2025

Metáfora: La trampa de lo invisible : Barreras silenciosas



(Dos metáforas para explicar lo que no se ve pero se siente)

Introducción personal 

Hay cosas de la fobia social que no se explican bien con palabras. No son ataques de ansiedad, ni miedo a hablar en público, ni nada que se note a simple vista. Son cosas más pequeñas, más escondidas. Pero no por eso duelen menos.

Muchas veces, lo que más duele no se ve. 

La fobia social me ha enseñado que el dolor puede estar dentro, oculto, sin dejar marcas visibles. Y que los obstáculos que siento a mi alrededor no siempre existen para los demás.

En este texto y en las metáforas que siguen, quiero mostrar esa realidad que muchos vivimos en silencio, para que no nos sintamos tan solos.

Andar por una casa con muebles invisibles


A veces me siento como si andara por una casa con muebles invisibles. Sé que hay obstáculos. No los veo, pero los intuyo. Y tengo que moverme con cuidado, con miedo a tropezar, a romper algo. Miedo a hacer algo mal y que se note demasiado.

En una conversación, en una reunión, en cualquier situación social, tengo la sensación de que hay normas que no conozco del todo. Que si digo algo fuera de lugar, si me muevo mal, si mi cara no encaja, voy a chocar con algo. Así que voy despacio, midiendo cada paso, revisando cada palabra. Acabo agotada.

Lo invisible que duele



Y otras veces lo que pesa es el daño que no se ve. Como si lo invisible doliera. No hace falta que alguien diga nada para que duela. A veces es una mirada rápida, un gesto que no sé interpretar, una frase que no iba para mí, pero que me afecta sin querer. O incluso lo que no ocurre: que no me respondan, que no me incluyan, que no me miren. Y el propio dolor del trastorno .

Cosas que otras personas ni notan, pero que a mí me hieren. Y como no es una herida visible, nadie lo entiende. Pero está. Y duele.

Reflexión final

Estas dos formas de vivir la fobia social no siempre se ven desde fuera. Pero están ahí, día tras día. No llaman la atención. No se nombran. Pero condicionan todo. A veces, el mayor esfuerzo es no hacer nada mal, no salirse de lo que se espera. Y a veces, el mayor dolor es el que no se nota.


Fuentes

Impacto invisible del trastorno de ansiedad social

domingo, 18 de mayo de 2025

El dolor invisible en la fobia social: una realidad profunda y silenciada



Cuando hablamos de fobia social, solemos centrarnos en lo que se ve: evitar hablar en público, ruborizarse, sudar, sentir inseguridad al mirar a los ojos. Pero detrás de esas señales externas se esconde algo mucho más profundo, silencioso y difícil de explicar: el dolor invisible. Un sufrimiento real que no deja cicatrices en la piel, pero sí en la vida.

Este dolor no se puede tocar, pero se siente con una intensidad que, a veces, parece insoportable. Es el malestar que nos acompaña en cada situación so⁶cial y que incluso aparece cuando estamos solos, anticipando encuentros, evaluaciones o miradas que ni siquiera han ocurrido.

¿Qué significa que el dolor sea invisible?


El dolor invisible es aquel que no se manifiesta en heridas físicas ni en crisis llamativas, pero que afecta profundamente la mente, las emociones y el cuerpo. En la fobia social, ese dolor está presente en la ansiedad constante, en la sensación de estar siempre expuesto o juzgado, en el agotamiento que deja cualquier interacción, por pequeña que sea.

El

Este código mostrará el título como un encabezado de nivel 1 (

) con un enlace que se abre en una nueva pestaña. Puedes adaptarlo a otro nivel de encabezado (

,

, etc.) si lo necesitas. ¿Quieres que lo integre en un diseño más amplio o lo deje así?

Según el Instituto Nacional de la Salud Mental de EE. UU. (NIMH), el trastorno de ansiedad social implica un temor intenso y persistente a ser observado y juzgado por los demás, lo que puede afectar el trabajo, la escuela y otras actividades diarias. 

Este sufrimiento muchas veces no es evidente para el entorno, lo que aumenta la incomprensión y el aislamiento.

Un dolor que no se ve, pero duele igual

Para quienes vivimos con fobia social, este dolor invisible no es un añadido: es el núcleo del trastorno. Es:

  • Dolor por no poder hablar sin miedo.

  • Dolor por sentir vergüenza incluso por existir.
  • Dolor por sentirse solo, incluso entre gente.
  • Dolor por fingir normalidad mientras por dentro todo se desmorona.

Desde fuera, podemos parecer simplemente tímidos, distantes o incluso bordes. Pero por dentro estamos sobreviviendo. Es como tener un muro de cristal: se ve el mundo, pero no se puede entrar sin sufrir.

Por qué cuesta tanto que se entienda

El dolor físico genera empatía de inmediato. Si alguien tiene una pierna rota, se le comprende y se le cuida. Pero el dolor emocional no siempre se entiende. A menudo se minimiza con frases como “esfuérzate un poco más”, “tienes que salir de casa” o “eso está en tu cabeza”.

Y esas frases duelen más que el propio trastorno. Porque no solo invalidan el dolor, sino también a quien lo siente. Esa incomprensión añade un segundo dolor: el de sentirse juzgado. rechazado o invisible. Y a veces, ese dolor secundario se convierte en culpa, autoexigencia o aislamiento.

Cómo podemos empezar a entenderlo (y a entendernos)

  1. Reconocer que el dolor emocional es real. No es una exageración ni una cuestión de voluntad. Es una reacción profunda y persistente al miedo a ser juzgada o rechazado.
  2. Aceptar que no siempre hay un motivo claro. El dolor puede aparecer sin causa aparente, ligado a la ansiedad anticipatoria que nos mantiene en alerta constante.
  3. Ver su impacto en la vida diaria. Afecta nuestras decisiones, relaciones, trabajos, oportunidades. Puede teñirlo todo de tristeza o frustración.
  4. No buscar arreglarlo de inmediato, sino escucharlo. A veces, lo más sanador no es encontrar una solución, sino sentir que ese dolor es válido, que tiene espacio para ser.

Hablemos de este dolor

Hablar del dolor invisible es necesario. Nos ayuda a romper el estigma, a dejar de sentirnos solos, a que otras personas entiendan que detrás de nuestra “reticencia” o “timidez” hay un sufrimiento legítimo y profundo.

Y nos ayuda también a nosotros mismos. Porque ponerle palabras a lo que sentimos nos permite dejar de vernos como débiles o raros, y empezar a reconocernos como personas valientes que cargan con un peso enorme cada día.

Este dolor invisible no se mide, pero existe. No se ve, pero duele. No se reconoce, pero marca. Y por eso, hay que nombrarlo.


Fuentes consultadas:


American Psychological Association (APA):
Artículo sobre el dolor emocional crónico, su invisibilidad y el estigma asociado:
Emotional Pain Is Real


El dolor invisible: comprendiendo el malestar emocional

Organización Mundial de la Salud (OMS):
En el marco de la salud mental, la OMS ha señalado que el sufrimiento psíquico suele ser ignorado o minimizado:
Mental health: strengthening our response


National Alliance on Mental Illness (NAMI):
Una reflexión profunda sobre cómo la enfermedad mental conlleva un dolor que no siempre se ve, pero se siente intensamente:
The Invisible Pain of Mental Illness


 Today Instituto Nacional de la Salud Mental (NIMH) – Trastorno de ansiedad social: más allá de la simple timidez




Fuentes para profundizar.

  • Adamed TV: El impacto invisible del trastorno de ansiedad social.
  • Subjetivamente: Comprendiendo el malestar emocional y su manifestación física.
  • Wikipedia: Información sobre el dolor psicogénico.
/> .   El dolor invisible en la fobia social: una realidad profunda y silenciada


sábado, 17 de mayo de 2025

Metáfora: El pasillo que se estrecha



Introducción personal
 
A veces tengo la sensación de que, en lugar de ampliar horizontes con los años, los voy perdiendo. Que mientras otros avanzan abriendo puertas y encontrando caminos, yo camino como si todo se fuera cerrando a mi paso. Como si cada decisión que no tomé, cada paso que no pude dar por miedo, hubiera sellado una opción para siempre. No es una idea que piense con claridad, es más bien una imagen que me acompaña desde hace tiempo, una imagen que he convertido en metáfora: la del pasillo que se estrecha. 

 La metáfora explicada

 

Imagino mi vida como un pasillo largo. Al principio es ancho, luminoso, casi emocionante. Está lleno de puertas a ambos lados. Algunas abiertas, otras entreabiertas, muchas cerradas, pero todas parecen accesibles. Cada puerta es una posibilidad: una carrera, una amistad, un amor, una ciudad distinta. De niña y adolescente creía que esas puertas siempre estarían ahí, esperándome. 

 Pero a medida que avanzo por el pasillo, algo cambia. El espacio se reduce. Las puertas van desapareciendo. O peor: siguen ahí, pero ya no se pueden abrir. Algunas tienen candados. Otras, al intentar empujarlas, están bloqueadas. Ya no me es posible volver atrás ni probar otras. Y lo más inquietante es que el pasillo sigue, cada vez más estrecho. Ya casi no puedo mover los brazos. Solo queda mirar al frente y caminar. A veces me pregunto si hay una salida al final, o si terminaré encajada entre paredes que ya no me permiten ni girar la cabeza.

 Reflexión final 

Me he preguntado muchas veces si el problema está en el pasillo o en cómo lo vivo. Si la fobia social, con sus miedos, sus bloqueos, los pasos que nunca llegué a dar, han ido estrechando ese pasillo más de lo necesario. O si tal vez, simplemente, este no es el camino que debía tomar. A veces pienso que hay otras puertas, más pequeñas, más discretas, que no están hechas para ser vistas por todos. Puertas que no se abren con fuerza, sino con intuición. Quizá no es que el pasillo se estreche. Quizá es que necesito aprender a mirar de otro modo.

jueves, 15 de mayo de 2025

Metáfora: La casa sin puertas: vínculos bloqueados



Introducción personal

Hay vínculos que no llegan a formarse nunca, aunque una parte de ti los haya imaginado mil veces. A veces me cuesta explicarlo. Puedo hablar con alguien, incluso sentir que conectamos un instante... pero ese hilo no se refuerza, no se transforma en algo más. Se queda en el aire, como si nunca hubiera existido. Y así, una vez y otra vez.

Me pregunto si hay algo en mí que impide ese paso. No es desinterés, no es falta de afecto. Es otra cosa. Algo más sutil, más profundo. Como si las emociones no encontraran un canal para salir o como si la otra persona no pudiera verlas aunque estuvieran ahí.

Hay días en los que el vacío pesa más que de costumbre. No es que no haya nadie, es que no hay nadie cerca de verdad. Las relaciones no se mantienen en el tiempo, los lazos se aflojan, desaparecen. Y no es fácil explicarlo sin que suene a exageración.

A veces no se trata de no tener con quién hablar, sino de no sentir que se ocupa un lugar especial para alguien. Como si una presencia pudiera borrarse sin dejar huella. Como si nunca se hubiera sido la favorita de nadie, ni la niña de los ojos de alguien. Como si una misma fuera invisible, sin vínculos afectivos que duren, ni con la familia ni con amistades. Y cuando surge alguno, no logra mantenerse en el tiempo. Es posible iniciar una interacción, pero no lograr que vaya más allá. Lo profundo no llega. Y eso deja un vacío difícil de nombrar.

La metáfora: La casa sin puertas

Me siento como si viviera en una casa sin puertas. Una estructura sólida, con habitaciones llenas de pensamientos, recuerdos, deseos... pero sin una salida por donde todo eso pueda compartirse. La gente puede asomarse por las ventanas y yo puedo mirar hacia fuera, pero no hay manera de cruzar el umbral.

Los vínculos, cuando aparecen, se quedan atascados en el umbral de esa casa. No llegan a entrar, ni yo consigo salir a su encuentro. Se quedan como fantasmas entre el adentro y el afuera.

Y con el tiempo, esa casa se convierte también en refugio y en cárcel. Porque me protege del rechazo, sí, pero también me aísla del calor. Porque ya no duele tanto lo que los demás hagan, sino lo que no pueden hacer: entrar, quedarse, verme de verdad.

Reflexión final

No sé cuántas conexiones no se dieron por no saber cómo dar ese paso hacia fuera.

No es que no quiera compartir, es que no encuentro el camino. Y cuando lo intento, me tropiezo con la sensación de que todo lo que tengo que ofrecer no va a importar, no va a dejar huella.

Pero sigo intentándolo porque quizás algún día encuentre la salida. O alguien encuentre la forma de entrar.

lunes, 12 de mayo de 2025

Metáfora : El hilo invisible: mirar a los ojos con fobia social


Introducción personal 

Una socia de AMTAES me escribió algo que me pareció muy interesante. Me pedía tratar un tema que no sé cómo no había mencionado antes, con lo frecuente y angustioso que puede llegar a ser para quienes tenemos fobia social.

Porque sí, a mí también me pasa. Me cuesta mucho mirar a los ojos. Me obligo porque sé que, si no lo hago, puede parecer que no presto atención o que no tengo interés.. Es como si mi mirada delatara algo. Como si fuera demasiado evidente lo que estoy sintiendo. A veces incluso tengo miedo de que se note que intento no mirar, por miedo a que vean en mis ojos precisamente ese miedo, esa inseguridad.

Metáfora

El contacto visual, para mí, es como un hilo invisible que se extiende entre la otra persona y yo. Un hilo que, en lugar de conectar, me pone en tensión. Me hace sentir observada y vulnerable. Como si ese hilo pudiera llegar hasta dentro y desvelar lo que intento esconder.

A veces ese hilo quema. O se tensa tanto que parece que va a ceder. Y no sé si soy yo la que no aguanta o si es la situación la que se vuelve insostenible.

Sé que mirar a los ojos es una forma básica de comunicación, pero muchas veces no sé cómo sostener esa mirada sin sentir que estoy en una especie de prueba. Me siento falsa o rígida. Pienso más en cómo estoy mirando que en lo que está pasando.

Y se vuelve un esfuerzo: si evito la mirada, me siento mal. Si la mantengo, me siento expuesta. Mientras la otra persona habla, yo estoy calculando cómo mirar sin parecer ni evasiva ni rara. Y ese cálculo me saca del momento. Me desconecta. Me agota.

Reflexión

Ese hilo invisible, que para algunas personas es natural, para mí es algo que tengo que manejar con cuidado para que no me incomode tanto. A veces se puede. A veces no. 

Y no solo las personas con fobia social lo viven así. Incluso quienes no presentan ninguna condición psicológica concreta pueden sentirse incómodos también.

Porque aunque no digamos nada, los ojos lo dicen todo.


Más sobre mirar y ser mirado

En mi blog Entender la Fobia Social, profundizo en este tema desde un enfoque más informativo.

¿POR QUÉ NOS CUESTA TANTO MIRAR A LOS OJOS?
Allí hablo de cómo mirar puede ser percibido como una amenaza en la fobia social, y recojo estudios que muestran cómo muchas personas con este trastorno evitan el contacto ocular, no por falta de interés, sino por miedo al juicio.

También explico cómo nuestro cerebro puede reaccionar de forma más intensa y negativa ante una mirada directa, interpretándola como un peligro.

Mirar y ser mirada no es algo neutro para quien convive con este miedo. A veces evitamos la mirada como mecanismo de defensa, otras veces la aguantamos con angustia… pero siempre implica un esfuerzo invisible que pocas personas llegan a ver.

Ver entrada aquí: Escopofobia. Mirar y ser mirado. | Vergüenza ajena

domingo, 11 de mayo de 2025

Metáfora: La piedra en el zapato



Introducción personal:

No hace falta un gran obstáculo para que algo se vuelva insoportable. A veces basta con algo minúsculo, constante e invisible a los ojos de los demás. Para mí, la fobia social se parece a eso: a una molestia que no se va, que me acompaña a todas partes, aunque nadie la vea. Como una incomodidad tan íntima y persistente que acaba moldeando la manera en que me muevo por el mundo, aunque desde fuera parezca que camino normal.

La metáfora: 

Caminar con una piedra en el zapato no impide avanzar, pero convierte cada paso en un pequeño suplicio. No puedes olvidarla, ni quitarte el zapato en mitad de la calle. Solo caminas como puedes, intentando disimular que te duele. Así es convivir con la fobia social: desde fuera pareces estar bien, pero cada interacción, cada gesto, cada mirada puede doler más de lo que aparenta.

A veces es una piedra pequeña, casi imperceptible, que se nota solo cuando mueves el pie de una forma determinada. Otras veces, es una piedra más grande, que duele con cada paso, que hace que te concentres solo en el dolor, olvidándote del resto del mundo. No importa su tamaño, lo que importa es que siempre está ahí, molesta, constante, empujándote a avanzar mientras te recuerda su presencia con cada paso que das. Y lo peor es que, muchas veces, te culpas por sentirlo. Piensas que deberías poder ignorarlo, como si fuera una manía sin importancia. Pero, en realidad, esa piedra cambia la manera en que caminas, cómo te mueves y cómo interactúas con los demás.

Reflexión final: 

Lo que molesta no siempre es lo grande, sino lo constante. Y cuando algo te duele a diario, aunque sea pequeño, merece atención. La fobia social no es una rareza ni una exageración: es una realidad que muchos llevamos como esa piedra en el zapato. Y hablar de ello ya es un paso hacia el alivio. Tal vez no podamos quitarnos el zapato en medio de la calle, pero sí podemos empezar a señalar que hay algo dentro que no debería estar ahí.

viernes, 9 de mayo de 2025

Metáfora : El globo al borde de estallar: La ansiedad contenida


Introducción personal

A veces me siento como un globo que alguien ha estado inflando sin parar. Cada vez que tengo que salir, hablar, cruzarme con alguien conocido, mantener la compostura o simplemente aguantar que me miren… es como si me soplaran más aire por dentro. Yo intento que no se note. Por fuera parezco tranquila, incluso normal. Pero por dentro, estoy al límite. 

 La metáfora del globo : Ansiedad contenida 

La metáfora del globo al borde de estallar representa esa ansiedad contenida que muchas veces no se ve, pero que lo ocupa todo por dentro. Una tensión que se acumula con cada situación social, con cada expectativa, con cada “hazlo bien” El globo se va hinchando sin que nadie lo note, hasta que cualquier cosa pequeña, insignificante para los demás ,una palabra mal dicha, una cara rara, una interrupción inesperada,  se convierte en el pinchazo que lo hace estallar. 

 Estallar puede significar muchas cosas: llorar, huir, quedarse bloqueada, tartamudear, reaccionar con torpeza. Y luego, por supuesto, llega la culpa. Porque no era para tanto, porque "no deberías ponerte así", porque nadie entiende qué te pasa. 

 Lo peor de este globo es que no lo inflo yo sola. Lo infla la mirada del otro, las normas invisibles que siento que debo seguir, las veces que no digo lo que pienso para no incomodar, los silencios incómodos, las sonrisas forzadas, las frases ensayadas. Y a veces, simplemente, el hecho de existir en un entorno que me resulta hostil sin razón aparente.

 Me gustaría aprender a no inflarlo tanto. A soltar aire poco a poco, sin necesidad de explotar. Porque al final, vivir con fobia social es eso: andar por el mundo como un globo tenso, esperando no estallar.

 Reflexión final

He intentado pinchar el globo muchas veces, como si así se acabara todo de golpe. Pero eso solo me deja vacía, con la sensación de haberme fallado. Lo importante no es estallar, ni desinflarme de golpe, sino aprender a regular la presión, a cuidar lo que va entrando, a detectar cuándo necesito parar. 

 Hay días en los que noto el globo apenas hinchado. Respiro con más libertad, y puedo moverme sin ese miedo constante a romperme. En cambio, hay otros en los que siento que no hay espacio para una gota más, y me encierro para que nadie vea que estoy a punto de estallar. A veces funciona, a veces no. 

 También he descubierto que algunas personas ayudan a que el globo no se infle tanto. Su presencia calma, sus palabras suaves, su forma de no exigir nada. Son pocas, pero existen. Y con ellas, mi globo parece más ligero, más flexible. Como si no tuviera que demostrar nada.

 Quizá se trate de eso: de rodearme de quienes no soplan más aire del necesario, de aprender a detectar a tiempo lo que me carga, y de aceptar que vivir con fobia social implica convivir con ese globo… pero también poder cuidarlo, moldearlo, y poco a poco, recuperar el aire que me pertenece.

martes, 6 de mayo de 2025

Metáfora : La brújula sin norte


 

Introducción personal

 Hay días en los que me siento completamente desorientada. No porque no sepa qué hacer, sino porque no sé si lo que hago está bien o mal. Puedo haber tenido una conversación aparentemente normal y, horas después, sigo dándole vueltas a cada palabra que dije, a cada gesto, como si buscara una señal invisible de que fallé sin darme cuenta. Es como si dentro de mí hubiera una brújula, pero estuviera rota o girando sin parar, sin señalar nunca el norte. La fobia social no solo te hace temer la mirada ajena; también te hace dudar de tu propio juicio. Y eso te deja a la deriva. 

 La metáfora: una brújula sin norte 

 Imagínate en medio de un bosque espeso. No hay caminos trazados, solo árboles iguales en todas direcciones. En tus manos tienes una brújula, pero la aguja no apunta a ningún sitio fijo: gira, tiembla, se detiene un segundo y luego vuelve a girar. Esa brújula representa la forma en que muchas veces sentimos la toma de decisiones cuando vivimos con fobia social. 

 No sabemos si lo que sentimos es razonable o exagerado, si la incomodidad fue real o imaginada, si estamos actuando con prudencia o dejándonos llevar por el miedo. Dudamos de nuestras emociones, de nuestras percepciones, incluso de nuestras intenciones. Y cuando no puedes confiar en tu brújula interna, cualquier decisión ,desde responder un mensaje hasta aceptar una invitación, se vuelve una aventura incierta y agotadora. 

 A veces intentamos usar brújulas ajenas: lo que nos dicen los demás, lo que creemos que es "normal", lo que haría alguien sin fobia social. Pero eso solo nos confunde más. Porque cada persona tiene su propio norte, y usar el de otros no siempre funciona en nuestro mapa.

 Reflexión final 

 Sé que no soy la única que se siente así. Muchas personas con fobia social vivimos con esa sensación constante de no saber si lo que pensamos o sentimos es válido. Nos cuesta confiar en nuestras decisiones, y eso agota. No es que no sepamos lo que queremos; es que el miedo a equivocarnos, a molestar, a ser juzgadas, acaba silenciando nuestras certezas. 

 A veces no hay forma de saber si hemos hecho bien. A veces solo queda aceptar la duda como parte del proceso. No necesitamos tener todas las respuestas para seguir adelante. No tenerlo claro no nos hace menos válidos. Solo humanos. Y en nuestro caso, humanos con heridas que merecen cuidado, no castigo. 

 Si sientes que tu brújula no funciona, no estás solo. A muchas nos pasa. Pero eso no significa que estés perdido. Significa que estás intentando encontrar tu camino en medio del ruido y el miedo..

lunes, 5 de mayo de 2025

Metáfora: El perro que tiembla



Introducción personal

A veces, antes siquiera de que ocurra algo, ya estoy temblando. No sé exactamente por qué. Solo sé que mi cuerpo se activa, que algo dentro de mí se encoge, se asusta. No hay peligro real, no hay amenaza clara, pero todo en mí actúa como si estuviera en el borde del abismo. No es una reacción lógica, es física. No la elijo. Aparece. Y me deja inmóvil.

2. La metáfora



La fobia social, muchas veces, se parece a ser un perro pequeño, encogido en una esquina, temblando. Nadie le ha gritado. Nadie lo ha tocado. Pero tiembla. Porque algo en su cuerpo recuerda. Porque su memoria ya está programada para temer.

Así me siento yo muchas veces. Como ese perro que tiembla ante la presencia de los demás. Que no sabe si lo van a acariciar o a golpear. Que reacciona con miedo incluso cuando no hay maldad, porque su cuerpo ha aprendido a protegerse antes que a confiar.

¿Y qué teme realmente ese perro que me representa? No teme colmillos ni zarpazos, sino algo más sutil pero igual de hiriente. Teme miradas que juzgan, silencios que pesan, palabras que duelen más que una herida física. Teme ser ignorada, corregida en público, ridiculizada por algo que dijo sin pensar. Teme ser “demasiado” o “insuficiente”. Teme no saber actuar y que todos lo noten. Teme equivocarse y que el error la defina para siempre.

Tiemblo cuando entro en un sitio lleno de gente. Tiemblo cuando alguien me habla con una sonrisa. Tiemblo incluso cuando estoy sola, solo de pensar en tener que enfrentar algo que implique exposición. No siempre por fuera, pero siempre por dentro. Y esa tensión no se va con razones. No se calma con un “no pasa nada”. Porque para ese perro, sí que pasa.

3. Reflexión final

El temblor no es debilidad. Es memoria del miedo. Es el cuerpo diciéndome que no se fía, que ha aprendido a protegerse así. Y aunque lo entienda, eso no lo hace más fácil de llevar.
Solo a veces, me gustaría que alguien se acercara despacio, con respeto, y me dijera que entiende por qué tiemblo. Sin juzgar. Sin empujar. Solo estar. Y quedarse un rato.

viernes, 2 de mayo de 2025

Metáfora: La casa con habitaciones cerradas


Introducción personal 

A veces me imagino como una casa. No una de esas casas llenas de vida, donde las ventanas están abiertas y se escucha a alguien riendo dentro. No. La mía es silenciosa. Tiene habitaciones, claro, como todas, pero muchas de ellas llevan años cerradas. Algunas con llave. Otras, directamente, ya no sé ni cómo se abren.

Metáfora 

Desde fuera, puede que no se note. Puede que parezca que todo está más o menos en orden. Hay una entrada más o menos limpia, una sala donde puedo recibir a gente si hace falta. Me he aprendido a mantener esa parte presentable. Pero lo demás... lo demás está fuera de vista. A veces ni yo misma entro en esas habitaciones. Otras veces lo intento, pero me da miedo lo que pueda encontrar. O que alguien entre conmigo y vea el desastre.

Detrás de esas puertas puede haber de todo. La habitación del miedo a decepcionar, con frases que nunca dije y decisiones que no tomé por miedo a fallar. La habitación de la culpa, donde me repito que estorbo, que no hago suficiente. La del juicio ajeno, llena de espejos que me devuelven una imagen distorsionada de cómo creo que me ven. La de lo que no fui, con recuerdos de cosas que soñé hacer y no hice. La del llanto contenido, con todo lo que callé. Y la de los intentos fallidos, con las veces que lo intenté y no salió bien.

Y tal vez también esté la habitación del yo auténtico. Esa parte de mí que no actúa, que no se esconde, que simplemente es. Pero está tan encerrada que no sé si sabría salir.

Algunas de esas puertas las cerré yo, con miedo o por costumbre. Otras se cerraron solas, sin que me diera cuenta. Y así sigo, habitando solo una parte de mí, mientras el resto permanece a oscuras.

Reflexión 

A veces pienso que me gustaría abrir una, solo una, y dejar pasar un poco de aire. Pero luego me echo atrás. Porque es más fácil mantener la puerta cerrada que arriesgarse a que algo se rompa. O a que se me rompa algo a mí

Notas

 Cuando digo que *la casa queda a oscuras*, me refiero a que muchas partes de uno mismo ,emociones, recuerdos, deseos, aspectos auténticos del yo, quedan sin explorar, sin vivir, sin iluminar. Como si al evitar enfrentarnos a ciertas cosas por miedo o dolor, estuviéramos apagando luces dentro de nosotras mismas. 

 En la metáfora, es como si al cerrar esas habitaciones por años, dejamos de habitar todo lo que somos. Vivimos solo en una pequeña parte de nosotras, repitiendo rutinas seguras, sin atrevernos a encender la luz en esos espacios olvidados.

La casa entera representa el yo completo, y cada puerta cerrada es un pedazo de ese yo que queda sin vivirse, sin reconocerse. Con el tiempo, esa oscuridad se vuelve olvido. No solo me escondo del mundo: dejo de habitarme a mí misma.

Y no todas las puertas cerradas me protegen. Algunas, como la de la culpa, pueden parecer bien cerradas, como si así me librara de su peso. Pero no es lo mismo cerrar una puerta que sanar lo que hay dentro. Lo que no miro sigue ahí, actuando desde la sombra. Tal vez callado, pero vivo. Y a veces, junto a esa culpa, también quedan encerradas cosas valiosas: una parte de mí que necesita perdón, comprensión o simplemente ser escuchada.

A veces pienso que me gustaría abrir una, solo una, y dejar pasar un poco de aire. Pero luego me echo atrás. Porque es más fácil mantener la puerta cerrada que arriesgarse a que algo se rompa. O a que se me rompa algo a mí.

.



miércoles, 30 de abril de 2025

Metáfora : El idioma extranjero


Introducción personal.

A veces me pasa que quiero decir algo sencillo, algo pequeño, y me quedo en blanco. O peor: lo intento y las palabras se enredan, suenan torpes, lejanas a lo que en realidad quería transmitir. Como si tuviera que traducirlo todo desde un idioma que solo yo entiendo.

Metáfora

Con  fobia social, hablar se parece mucho a vivir en otro país sin haber aprendido bien la lengua. Ves a los demás comunicarse con fluidez, usar sus gestos y sus silencios como si formaran parte de una coreografía que tú no conoces. Y tú te ves ahí, intentando encajar una frase, temiendo usar la palabra equivocada, con la sensación de que cualquier error te va a dejar expuesta para siempre.

Hay días en los que ni siquiera intento hablar. Me vuelvo extranjera también en mi propio cuerpo. Es más fácil asentir, escuchar, fingir que entiendo todo, aunque por dentro me esté diciendo cosas que no me atrevo a traducir.

Y no es que no sepa hablar. Sé hacerlo. Lo que pasa es que el miedo cambia el idioma. Las palabras ya no fluyen cuando siento que me observan. Me encierro en traducciones mentales, en dudas que no tendría si no me sintiera tan vulnerable.

No nos entienden 

  • Porque ellos hablan el idioma  con confianza y sin pensarlo. Y nosotros no.
  • Nosotros hablamos desde la inseguridad, desde la vigilancia constante, desde un idioma que siempre está a punto de fallar.
  • Usamos palabras distintas para sentimientos similares, pero no lo saben.

Por ejemplo:

  • Cuando decimos “me agobia”, quizás queremos decir “me da miedo”.
  • Si decimos “no me apetece”, a veces lo que queremos decir es “no puedo con la ansiedad que me provoca”.
  • Cuando decimos “estoy cansada”, muchas veces queremos decir “estoy agotada de fingir que todo va bien”.
  • “No me encuentro bien” puede significar “siento que no voy a poder con esto y no sé cómo explicarlo sin parecer débil”.
  • “Me cuesta” puede ser “me paraliza, pero me da vergüenza decirlo así”.
  • Y “no quiero ir” puede querer decir “me muero de ganas de poder hacerlo, pero el miedo me bloquea”.

Ellos interpretan esas palabras desde su idioma, no desde el nuestro. Y cuando algo no encaja, en lugar de preguntar, corrigen. Nos dicen que exageramos, que lo hacemos difícil, que no puede ser tan complicado.

Pero no ven el diccionario invisible que tenemos que consultar antes de hablar, ni el peso de cada palabra elegida, ni el esfuerzo por no equivocarnos.

No nos entienden porque lo nuestro no suena como lo suyo. No porque sea menos válido, sino porque es otra lengua. Una lengua con acento de miedo, con pausas que no son dudas, sino heridas. Una lengua que nació como defensa.

A veces pienso que lo difícil no es hablar, sino sentir que hablar no va a suponer un riesgo. Y que quien me escuche no me va a corregir, juzgar o despreciar por no decirlo “bien”.

No es que no tenga voz. Es que durante mucho tiempo he tenido que traducirme para sobrevivir. Pero eso también cansa. Y ojalá, poco a poco, pueda ir soltando este idioma extranjero y reconocer el mío, sin miedo. Que me escuchen, aunque no pronuncie perfecto. Que entiendan que lo que intento decir es más grande que mis palabras.

lunes, 28 de abril de 2025

Metáfora;La falsa alarma que nunca se apaga :El miedo al.miedo


"El miedo al miedo no avisa. Salta como una alarma que nadie ha activado."

Introducción personal.

 No siempre sentimos miedo por algo que esté pasando. Muchas veces, lo que sentimos es miedo a sentir miedo. Es como si dentro de nosotras hubiera una alarma sensible que, aunque nada ocurra, se activa sola, avisando de un peligro que no existe. No tememos tanto las situaciones, sino la reacción que creemos que tendremos ante ellas. El miedo se convierte en un eco de sí mismo, una amenaza creada por la simple posibilidad de sentirnos mal. 

 Donde mejor se percibe esto es en la ansiedad anticipada: cuando la mente corre más rápido que los hechos y nos hace vivir el miedo antes de tiempo. Por ejemplo, cuando sé que tengo que hacer una llamada telefónica, la ansiedad empieza mucho antes de descolgar. No me angustia tanto la conversación como imaginar que me bloquee, que mi voz tiemble o que me invada el silencio incómodo. Me siento atrapada en una alarma interna que suena sin motivo real. 

 Sin embargo, este miedo al miedo también se manifiesta en situaciones reales. No es tanto lo que sucede fuera, sino lo que podría desatarse dentro de mí lo que provoca la angustia. Si estoy en un ascensor lleno de gente, no es el espacio cerrado lo que me ahoga, sino el temor a perder el control: a sudar, a hiperventilar, a que los demás me miren y sepan que estoy luchando por mantener la calma.

 Miedo al miedo. Esa alarma interna que nadie enciende, pero que tampoco podemos apagar. Una alerta continua que convierte cualquier pequeño estímulo en una amenaza gigante dentro de nuestra mente. 

 Con el tiempo me he dado  cuenta de que muchas veces no tenía tanto miedo a la situación en sí, sino al miedo que sabía que iba a sentir. 

 Metáfora: 


La imagen que me viene a la cabeza es la de una alarma de incendio que empieza a sonar sin que haya humo, sin que haya fuego. 
De repente, el sonido es tan fuerte y tan insistente que parece que algo muy grave esté ocurriendo. Todo mi cuerpo reacciona como si realmente estuviera en peligro. Aunque en realidad no haya ningún incendio, la alarma ya me ha puesto en estado de emergencia. El miedo al miedo funciona así: no hace falta que pase nada para que la ansiedad se dispare. Solo hace falta la posibilidad de que algo pase. Y eso, por sí solo, ya basta para activar todos los mecanismos de defensa como si fuera real. 

 ¿Por qué tenemos miedo al miedo?


El miedo al miedo no aparece de la nada. Normalmente surge porque hemos pasado por experiencias en ylas que el miedo nos sobrepasó. Situaciones en las que sentimos que no pudimos controlar lo que nos pasaba: reacciones físicas intensas, pensamientos angustiosos, sensación de pérdida de control o de peligro inminente. Y esas experiencias se quedan grabadas muy profundamente. 

 Después de vivir algo así, el simple recuerdo, o la idea de que podría volver a pasar, activa nuestro sistema de alerta antes de tiempo. Es como si el cuerpo y la mente dijeran: "Cuidado. Ya sabes lo mal que lo pasaste. Mejor anticiparse para protegerte." 

 No es una elección consciente. No es que queramos pensar en negativo. Es una reacción automática que busca protegernos, aunque en realidad lo que consigue es mantenernos en un estado de tensión constante. 

 Vivir con miedo al miedo es vivir sabiendo que algo interno puede dispararse en cualquier momento. 
Y eso, aunque no se vea desde fuera, es una carga muy real. 

 Reflexión final: 

Cuando la alarma salta, es difícil pensar con claridad. Y aunque sepa que puede ser una falsa alarma, eso no siempre ayuda a calmar lo que siento. 

Vivir con miedo al miedo es vivir con esa posibilidad encendida en segundo plano, incluso en los momentos tranquilos. No siempre es visible desde fuera, pero por dentro pesa mucho. 

 "Vivir con fobia social es aprender a convivir con una alarma que suena incluso cuando el mundo está tranquilo ."

domingo, 27 de abril de 2025

Metáfora : El eco que no vuelve



"A veces hablas... y solo responde el silencio. Esta imagen refleja ese eco que nunca vuelve."

 Introducción personal 

 A veces siento que hablo al vacío. Que lanzo palabras, gestos, intentos de acercarme a otros… pero no hay respuesta. Como si mis palabras se perdieran en un espacio inmenso, como si nadie pudiera o quisiera recogerlas. La fobia social hace que cada comunicación sea un riesgo, un salto, una apuesta en la que, muchas veces, pierdo. No por falta de ganas, sino por esa extraña distancia que parece envolverme. Y entonces, cuando no hay respuesta, me repliego aún más, sintiéndome cada vez más pequeña, más invisible. 

 La metáfora 

 Imagino mis intentos de conexión como gritos en una cueva inmensa. Un lugar donde el eco debería volver, aunque sea distorsionado, aunque sea débil. Pero a veces, en lugar de sentir la respuesta, solo escucho el silencio. Es un silencio que pesa, que duele, que me recuerda todo lo que no sé hacer, todo lo que temo.

 Cada vez que me atrevo a hablar, a escribir, a acercarme, estoy lanzando un eco al mundo. Un “estoy aquí”, un “quiero compartir esto contigo”, un “no quiero estar sola”. Pero con la fobia social, ese eco muchas veces no regresa. Y cuando no regresa, no es solo decepción: es la confirmación de mis miedos más profundos. Que no soy suficiente. Que no sé comunicarme. Que no encajo. Aunque sé que no siempre es así —que a veces el mundo simplemente está distraído, ocupado, en sus propios ruidos—, la fobia social no me deja ver esos matices. Solo veo el vacío, solo escucho el silencio. 

 Y así aprendo a hablar más bajito, a no molestar, a no arriesgar. Porque cada eco que no vuelve duele. Y duele más cuando te has esforzado en vencer el miedo inicial, cuando has reunido todo tu valor para lanzar esas palabras.

 Reflexión final: 

 A veces me pregunto si el eco que no regresa es realmente un vacío, o si es solo una forma de protegerme. ¿Será que, al no recibir respuesta, aprendo a callarme, a quedarme en silencio, a no arriesgar más? ¿O quizás ese silencio es solo una ilusión creada por mis miedos, algo que veo porque estoy demasiado centrada en lo que me falta, en lo que no logro alcanzar? Lo cierto es que, aunque el eco no siempre regrese, el acto de intentarlo, el acto de alzar la voz, de hacer frente a mis propios miedos, es lo que realmente importa. Y, aunque a veces el eco no se escucha, sigo lanzando mis palabras al vacío, porque, de alguna manera, sigo creyendo que el mundo puede escucharme, aunque no siempre lo haga de inmediato. 

 La fobia social convierte cada gesto de comunicación en una apuesta de alto riesgo. Y cada silencio en una herida que cuesta cicatrizar. 

 Reflexión final:

A veces me pregunto si el eco que no regresa es realmente un vacío, o si es solo una forma de protegerme. ¿Será que, al no recibir respuesta, aprendo a callarme, a quedarme en silencio, a no arriesgar más? ¿O quizás ese silencio es solo una ilusión creada por mis miedos, algo que veo porque estoy demasiado centrada en lo que me falta, en lo que no logro alcanzar? Lo cierto es que, aunque el eco no siempre regrese, el acto de intentarlo, el acto de alzar la voz, de hacer frente a mis propios miedos, es lo que realmente importa. Y, aunque a veces el eco no se escucha, sigo lanzando mis palabras al vacío, porque, de alguna manera, sigo creyendo que el mundo puede escucharme, aunque no siempre lo haga de inmediato. 

jueves, 24 de abril de 2025

Metáfora : El edificio invisible : la vida con fobia social


Introducción personal

A veces imagino  la vida como un edificio de muchos pisos. Hay personas qen con facilidad, casi sin mirar, como si conocieran cada rincón. Algunas incluso toman el ascensor. Yo, en cambio, siempre he tenido que subir por las escaleras. Y no unas escaleras cómodas ni cortas, sino largas, empinadas y solitarias.

Desarrollo de la metáfora


El séptimo piso representa, para mí, una vida sin fobia social. No es una meta gloriosa ni un lugar idealizado, simplemente es un estado en el que las relaciones no duelen, donde hablar no se convierte en un obstáculo, donde salir a la calle no es una amenaza constante. Pero ese séptimo piso parece inalcanzable. Yo sigo subiendo, día tras día, sin llegar nunca. Cada escalón es una interacción. Cada planta que dejo atrás, un progreso que me ha costado mucho: hablar con alguien, aguantar una mirada, no huir. Lo que para otros es cotidiano, para mí es un esfuerzo constante.

Para ellos, los pisos se suceden sin dificultad. Algunos hasta bromean por el camino, charlan entre sí. Van en ascensor o suben a paso ligero. No tienen fobia social. No necesitan alcanzar ningún piso concreto: simplemente se pasean por la vida con tranquilidad y soltura. Fluyen. Yo no. Yo me detengo, me agoto, a veces retrocedo. Porque con fobia social, a veces subir no es lo más difícil: lo es mantenerse arriba, no caer, no volver atrás. Y a pesar de todo, sigo.

El ascensor que no funciona


El ascensor está ahí, visible, con sus puertas cerradas y su botón brillante. Pero para mí no funciona. Es como si no reconociera mi presencia. Tal vez representa las habilidades sociales innatas, la seguridad aprendida, el entorno sin juicios. Y ese ascensor está reservado para los que no necesitan justificar su ansiedad, para los que no tiemblan al ser vistos, para los que no viven con miedo.

Mi ascensor está roto. No tengo ese acceso directo. Así que todo lo que consigo, lo logro a través del esfuerzo diario: escalón a escalón. A veces pienso que es injusto, que debería poder llegar como los demás. Otras veces, simplemente me concentro en subir el siguiente peldaño.

Reflexión final

No sé si alguna vez llegaré al séptimo piso. Tal vez no. Tal vez nunca alcance esa vida sin fobia social. Pero eso no quita valor a todo lo que he subido. Cada escalón cuenta. Cada caída también. Porque hay días en los que bajo, en los que pierdo fuerzas, en los que me toca volver a empezar desde un piso más abajo. Pero sigo.

Porque la fobia social no se supera con grandes saltos, sino con pasos pequeños que la mayoría no ve. Y si algún día alguien me pregunta por qué sigo subiendo, podré decirle que lo hago porque cada peldaño subido —y cada vez que me levanto tras bajar— es una victoria. Porque el valor no está en llegar, sino en luchar por cada tramo, incluso cuando el edificio es invisible para los demás.


miércoles, 23 de abril de 2025

Metáfora : La violencia de callarme



Introducción personal
 

 A veces me pregunto cuánto daño me ha hecho callarme. No solo en momentos clave, en decisiones importantes o en situaciones sociales. Me refiero a ese silencio constante, casi crónico, que se ha instalado en mí como una segunda piel. Ese que me impide decir lo que siento, pedir lo que necesito o simplemente decir “basta”. 

 Recuerdo una escena concreta, tan pequeña como representativa. Estaba en una reunión familiar. Todos hablaban a la vez, contando chistes, riendo, encadenando una historia tras otra sin apenas respirar. En medio de ese barullo, se me ocurrió un chiste que pensé que les haría gracia. Me pareció divertido, incluso sentí esa chispa de ilusión de cuando una cree que puede aportar algo y que los demás van a disfrutarlo. Pero no dije nada. 

 Esperé mi momento, pero no llegó. No paraban de hablar. No vi hueco. Y poco a poco esa ilusión se fue apagando. Empecé a pensar que igual no hacía tanta gracia, que seguro no lo contaría bien, que interrumpir sería molesto. Y me lo tragué. Como tantas otras veces. 

 La metáfora
 

Ese tipo de silencio no es neutro. Es una forma de violencia. Silenciosa, invisible, pero profundamente destructiva. No deja moratones, pero deja huella. Es como una mordaza interior que se activa sola, que me impide expresarme y que acaba golpeando directamente en mi autoestima. Es como si cada palabra no dicha se convirtiera en una herida hacia adentro. 

 Y lo peor es que muchas veces viene disfrazado: parece prudencia, parece educación, incluso humildad. Pero no lo es. Es miedo. Es censura. Es una forma de desaparecer para evitar el juicio. Y a la larga, es una forma de maltrato hacia una misma. Un maltrato silencioso, pero constante. 

 Porque silenciarme me ha hecho invisible. Y no solo para los demás, sino para mí. Me he tragado palabras que necesitaban salir, emociones que necesitaban ser compartidas, límites que necesitaban ser puestos. Por no molestar, por no equivocarme...Y me he ido quedando sin voz en mi propia vida. 

 Y estos días, en los que me he sentido más frágil físicamente, ese silencio ha vuelto a doler. No tanto por lo que ha pasado fuera, sino por lo que no me he permitido decir. Por esas frases que me han herido y que no he sabido contestar, por esas situaciones injustas que he soportado sin apenas un gesto, por ese dolor que me tragué sin emitir ni un sonido. Como si ni siquiera mi malestar tuviera derecho a ocupar espacio

Reflexión final 

 Callar no siempre es una elección. A veces es una defensa aprendida, una reacción automática. Pero hay que nombrarlo por lo que es: una forma de violencia. Una que se cuela en lo cotidiano, en lo más íntimo, en lo aparentemente inofensivo

. No tengo una conclusión feliz. No voy a decir que ahora siempre hablo, que ya lo he superado, que mi voz es firme y clara. No sería verdad. Pero sí he empezado a escuchar ese silencio. A entender su origen. A rebelarme contra él, aunque sea en pequeños gestos: escribir esto, por ejemplo. O atreverme a decir "no estoy bien" cuando me preguntan. 

 Quizá el primer paso para romper esa violencia sea reconocerla. Y dejar de normalizarla.